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La sala del tribunal estaba repleta.

No era la gran corte de justicia que Clara había imaginado en sus pesadillas, sino una sala más pequeña, más íntima, donde cada palabra resonaba contra las paredes de madera oscura como acusación o absolución.

Clara estaba sentada en el estrado de testigos, sus manos cruzadas en su regazo para ocultar el temblor. A su derecha, el juez Bartholomew observaba con expresión inescrutable. A su izquierda, el fiscal revisaba notas con ceño fruncido.

Y directamente frente a ella, en filas de bancos que parecían extenderse infinitamente, estaban todos: Victor con esposas, su rostro una máscara de vergüenza. El Conde D'Armont, también esposado, mirándola con algo que podr&iacut

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