El sol se filtraba por la ventana del estudio improvisado de Aurora, iluminando las pinceladas vibrantes que llenaban el lienzo frente a ella. Su amor por el arte había crecido junto a ella, alimentado por las historias de su madre y las vivencias de su padre. Ahora, a sus 16 años, se preparaba para su primera exposición, una muestra que reuniría a toda la comunidad en el centro comunitario.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Bianca, entrando al estudio con una bandeja de té y galletas.
Aurora levantó la vista de su trabajo, con un mechón de cabello manchado de pintura cayendo sobre su frente.
—Un poco —admitió—. Quiero que mis obras digan algo, que las personas sientan lo