# CAPÍTULO 5
## EL TRATO IMPOSIBLELa sangre seca formaba un mapa irregular en el suelo de baldosas. Ethan observaba las manchas rojizas mientras el agua caliente caía sobre su cuerpo, diluyéndose en espirales que desaparecían por el desagüe. No toda la sangre era suya. Cerró los ojos bajo la ducha del apartamento franco, un refugio anónimo en el decimoquinto piso de un edificio sin portero ni cámaras de seguridad.
Apoyó la frente contra los azulejos fríos. El contraste con el agua hirviendo le provocó un escalofrío que recorrió su columna vertebral, despertando el dolor de las heridas recientes. Tres costillas magulladas. Un corte profundo en el hombro izquierdo que había suturado él mismo con hilo dental y una aguja esterilizada con vodka barato. La rutina de siempre.
Cuando salió del baño con una toalla anudada a la cintura, la encontró sentada junto a la ventana. Valeria Kane observaba la ciudad nocturna como quien contempla un tablero de ajedrez, calculando movimientos. La luz de neón de un cartel publicitario teñía su perfil de azul eléctrico, resaltando la cicatriz que cruzaba su pómulo derecho.
—Deberías descansar —dijo Ethan, dirigiéndose hacia la maleta donde guardaba su ropa.
—¿Como tú? —respondió ella sin apartar la mirada del cristal—. Llevas tres noches sin dormir más de veinte minutos seguidos.
Ethan se detuvo. No le sorprendía que lo hubiera notado, pero sí que lo mencionara.
—El sueño es un lujo que no puedo permitirme —contestó, sacando unos pantalones negros y una camiseta del mismo color.
—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó Valeria, girándose finalmente hacia él.
La pregunta flotó en el aire como humo. Ethan se vistió con movimientos precisos, ignorando el dolor punzante de sus heridas. ¿Por qué la había traído? Ni siquiera él tenía una respuesta clara. Quizás porque ella había matado a dos hombres para salvarlo en aquel callejón. O tal vez porque, en sus ojos, había reconocido el mismo vacío que lo consumía a él.
—Necesitaba respuestas —dijo finalmente.
Valeria se levantó y caminó hacia la cocina. Sus movimientos eran fluidos, como los de una bailarina entrenada para matar. Abrió el refrigerador y sacó una botella de vodka.
—¿Tienes vasos limpios en este agujero?
Ethan señaló un armario con un gesto. Ella sirvió dos tragos generosos y le ofreció uno.
—A la salud de los muertos que dejamos atrás —brindó con amarga ironía.
Bebieron en silencio. El alcohol quemó la garganta de Ethan, pero era un dolor familiar, casi reconfortante.
—Sé quién eres, Ethan Cross —dijo ella después de un largo silencio—. El fantasma. El que nunca falla. El hombre que desapareció hace tres años después de que su mujer fuera asesinada.
Ethan mantuvo el rostro impasible, pero sus nudillos se tornaron blancos alrededor del vaso.
—Y yo sé quién eres tú, Valeria Kane. La princesa caída del imperio Kane. La hija que Alexander Kane borró de su testamento y de su vida.
Una sonrisa torcida apareció en los labios de Valeria.
—Entonces nos ahorramos las presentaciones.
Se acercó a la mesa donde Ethan había desplegado varios documentos y fotografías. Un mapa de conexiones, nombres tachados con marcador rojo, ubicaciones señaladas. La lista de la muerte, como él la llamaba en silencio.
—Quiero destruir a mi padre —declaró ella con una frialdad que contrastaba con el fuego en sus ojos—. Quiero verlo arrodillado, suplicando, antes de que todo lo que construyó se derrumbe sobre él.
Ethan la observó detenidamente. No había duda en su voz, solo determinación pura.
—¿Por qué?
—Porque él me convirtió en esto —respondió, señalándose a sí misma—. Me entregó a los quince años a un hombre que me enseñó a matar antes de enseñarme a besar. Me vendió como se vende un arma. Y cuando ya no le fui útil, ordenó mi ejecución.
Dejó caer el cuello de su blusa, revelando una cicatriz circular en la base de su garganta. Un disparo que debería haber sido mortal.
—Sobreviví por pura obstinación —continuó—. Y ahora voy a devolverle cada segundo de dolor.
Ethan asintió. Entendía la venganza mejor que cualquier otro sentimiento.
—Mi hijo desapareció hace tres años —confesó, sorprendiéndose a sí mismo por compartir algo tan íntimo—. Después de que mataran a su madre. Tenía cinco años.
Valeria no mostró compasión ni lástima, y Ethan se lo agradeció en silencio.
—¿Crees que sigue vivo?
—Lo sé. —Ethan señaló una fotografía en la pared, un hombre de aspecto distinguido con traje oscuro—. Este hombre, Victor Krane, lo tiene. Es el mismo que ordenó matar a mi esposa. El mismo que controla la red para la que tu padre trabaja.
Valeria se tensó visiblemente.
—Krane... —murmuró—. El socio invisible de mi padre. El hombre sin rostro.
Sus miradas se encontraron, y algo pasó entre ellos. Un reconocimiento. Una chispa que no era solo odio o deseo, sino algo más peligroso: comprensión.
—Tenemos el mismo objetivo —dijo ella, acercándose hasta que Ethan pudo sentir su calor—. Podríamos ayudarnos mutuamente.
—Trabajo solo —respondió él automáticamente.
—¿Y cómo te ha funcionado hasta ahora?
La pregunta golpeó como un puñetazo. Tres años de búsqueda, y apenas había arañado la superficie de la organización de Krane.
Valeria se acercó aún más. Su perfume, una mezcla de jazmín y pólvora, invadió los sentidos de Ethan.
—Yo conozco los secretos de mi padre. Tú tienes las habilidades para llegar hasta Krane. Juntos podríamos...
—No necesito a nadie —la interrumpió Ethan, pero su voz carecía de convicción.
Ella sonrió, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—Mentiroso.
Sus rostros estaban tan cerca que compartían el mismo aire. La tensión entre ellos era palpable, eléctrica. Ethan podía sentir cada célula de su cuerpo respondiendo a la proximidad de Valeria, una reacción que había creído muerta junto con su esposa.
—Si hacemos esto —dijo finalmente—, será bajo mis términos.
—Negociemos, entonces —respondió ella, sin retroceder ni un milímetro.
Sus ojos se desafiaban mutuamente, midiendo fuerzas, buscando debilidades. Pero lo que encontraron fue un reflejo de su propio dolor, de su propia determinación.
—Caminarás conmigo hasta que caiga el último de ellos... —dijo Ethan con voz grave—. Después, ya no habrá lugar para nosotros.
Valeria extendió su mano, sellando el pacto con un gesto que parecía demasiado formal para la intimidad del momento.
—Hasta el último —confirmó.
Cuando sus manos se tocaron, ambos supieron que habían cruzado un punto sin retorno. Que este trato, nacido del odio y la necesidad, los cambiaría irremediablemente.
Y ninguno estaba preparado para lo que vendría después.