El Vórtice era exactamente lo que su nombre sugería: un remolino de excesos donde la élite de la ciudad se hundía cada noche. Ubicado en el subsuelo de un antiguo edificio industrial, el club clandestino operaba bajo la protección de quienes debían perseguirlo. Ethan observó la fachada desde su auto, un sedán negro sin matrícula rastreable. La lluvia golpeaba el parabrisas, distorsionando las luces de neón que marcaban la entrada discreta.
Revisó su arma, una Glock 19 con silenciador, y la guardó en la funda bajo su chaqueta. No planeaba usarla. No esta noche. Las armas de fuego dejaban demasiada evidencia, y él prefería métodos más sutiles. En el bolsillo interior llevaba una jeringa con una mezcla letal que simulaba un paro cardíaco. Muerte natural. Sin preguntas.
Adrián Montero. Primer nombre en su lista. Juez de la Corte Suprema, respetado en público, corrupto en privado. El hombre que había firmado la orden que permitió a La Organización sacarlo del psiquiátrico cuando tenía doce años. El primer eslabón de una cadena que destruyó su vida.
—Esta noche duermes con tus pecados, Montero —murmuró mientras salía del vehículo.
El portero lo reconoció de inmediato. No por su nombre real, sino por la identidad que había construido para infiltrarse en estos círculos: Gabriel Vega, empresario con conexiones en el extranjero y afición por las apuestas de alto riesgo.
—Señor Vega, bienvenido —dijo el hombre, apartándose para dejarlo pasar.
Ethan asintió sin sonreír. La música electrónica golpeaba como un corazón enfermo mientras descendía por las escaleras. El ambiente estaba cargado de humo, perfume caro y el inconfundible aroma del dinero y la decadencia. Cuerpos se movían en la pista central, iluminados por luces estroboscópicas que fragmentaban la realidad en instantes congelados.
Localizó a Montero en menos de un minuto. El juez ocupaba un reservado VIP, rodeado de mujeres jóvenes y hombres con trajes caros. A sus sesenta años, Montero mantenía una apariencia distinguida: cabello cano perfectamente peinado, traje a medida y ese aire de autoridad que solo otorga el poder absoluto.
Ethan se movió hacia la barra, pidió un whisky que no bebería y estudió el entorno. Identificó a los guardaespaldas: dos junto al reservado, otro cerca de los baños. Aficionados. Demasiado visibles.
***
En el extremo opuesto del club, Valeria Kane cruzaba las piernas bajo una mesa discreta. Vestía un vestido negro que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, el cabello recogido en un moño elegante que dejaba al descubierto la curva de su cuello. Frente a ella, dos hombres hablaban en voz baja sobre cifras y porcentajes.
—Tu padre espera resultados concretos, Valeria —dijo el mayor de ellos, un brasileño llamado Ferreira—. Los rusos están impacientes.
—Mi padre debería preocuparse menos por los rusos y más por la investigación federal —respondió ella, dando un sorbo a su martini—. Tengo todo bajo control.
Mentía. Nada estaba bajo control. Su padre, Víctor Kane, había construido un imperio basado en el tráfico de armas y la extorsión. Ahora, con la salud deteriorada, sus socios comenzaban a cuestionar el futuro del negocio. Valeria había asumido el mando operativo, pero sabía que era una posición precaria. Los hombres como Ferreira la veían como una niña jugando en el mundo de los adultos.
—Necesitamos garantías —insistió el segundo hombre, un colombiano de rostro impasible.
—Las tendrán cuando sea el momento —cortó ella.
Fue entonces cuando lo sintió. Una perturbación en el ambiente, como cuando el aire se condensa antes de una tormenta. Valeria levantó la mirada y recorrió el club. Algo estaba fuera de lugar. Sus instintos, afilados por años de supervivencia en un mundo de depredadores, le advertían de una presencia peligrosa.
Lo vio entonces. Un hombre de espaldas en la barra. No bailaba, no socializaba. Simplemente observaba, con la quietud de un francotirador antes de apretar el gatillo. Había algo en su postura que lo separaba de la multitud: una tensión contenida, una economía de movimientos que hablaba de disciplina militar.
—Disculpen —dijo, levantándose abruptamente—. Necesito verificar algo.
***
Ethan esperó. La paciencia era su mejor arma. Vio cómo Montero se levantaba, tambaleándose ligeramente por el exceso de alcohol. El juez se dirigió hacia los baños privados, seguido por uno de sus guardaespaldas. Era el momento.
Se deslizó entre la multitud como una sombra, invisible a pesar de su altura. Nadie recordaría su rostro mañana. Tenía ese don: la capacidad de existir sin ser verdaderamente visto.
Alcanzó el pasillo de los baños justo cuando Montero despedía al guardaespaldas con un gesto impaciente. El hombre dudó, pero finalmente retrocedió unos metros, manteniendo una distancia respetuosa.
Ethan entró al baño segundos después que el juez. Lo encontró frente al espejo, ajustándose la corbata.
—Adrián Montero —dijo con voz neutra.
El juez se giró, sorprendido. Sus ojos, enrojecidos por el alcohol, se entrecerraron intentando reconocerlo.
—¿Nos conocemos?
—Tú firmaste mi sentencia de muerte hace veinticinco años.
La comprensión llegó lentamente al rostro del hombre. No reconocía a Ethan, pero entendía que estaba en peligro.
—No sé de qué hablas. Si es dinero lo que quieres...
—Quiero que recuerdes el Proyecto Némesis —interrumpió Ethan, acercándose—. Quiero que recuerdes a los niños que enviaste al matadero con tu firma.
El color abandonó el rostro de Montero. Sus labios temblaron.
—Eso... eso fue clasificado. Nadie debería...
—Yo estuve allí. Yo sobreviví.
Ethan extrajo la jeringa de su bolsillo con un movimiento fluido. Montero intentó gritar, pero una mano enguantada cubrió su boca mientras la aguja penetraba en su cuello, justo bajo la mandíbula. Sus ojos se abrieron con terror mientras el líquido entraba en su sistema.
—Esto simulará un infarto —explicó Ethan con frialdad clínica—. Nadie cuestionará que un hombre de tu edad, con tus excesos, muera así. Tienes aproximadamente tres minutos antes de que tu corazón se detenga.
Soltó al juez, que se desplomó contra la pared, jadeando. Ethan se lavó las manos meticulosamente, guardó la jeringa vacía en un contenedor hermético y se dirigió a la puerta.
—Un nombre menos en mi lista, Montero. Descansa en el infierno.
***
Valeria se abría paso entre la multitud cuando escuchó los gritos. Venían del área de los baños. Vio a un guardaespaldas correr en esa dirección, seguido por personal de seguridad. La música continuaba, pero una onda de inquietud comenzaba a extenderse por el club.
Entonces lo vio salir del pasillo. El mismo hombre que había captado su atención. Caminaba con calma, sin prisa pero sin pausa, dirigiéndose hacia la salida. No parecía alterado ni preocupado por el creciente caos a sus espaldas.
Sus miradas se cruzaron por un instante. Ojos grises como acero templado se encontraron con los suyos. No había emoción en ellos, solo una intensidad que la atravesó como una corriente eléctrica. Valeria sintió que el tiempo se detenía. Había visto esa mirada antes: en depredadores, en asesinos, en hombres que vivían en los límites de la humanidad.
Él la observó por un segundo más de lo necesario. Un reconocimiento mutuo, como dos lobos que se encuentran en territorio neutral. Luego continuó su camino, desapareciendo entre la multitud que comenzaba a agitarse ante los rumores de que algo grave había ocurrido.
Valeria se quedó inmóvil mientras los gritos confirmaban lo que ya sospechaba: alguien había muerto. El club se transformó en un caos de cuerpos intentando salir, guardias tratando de mantener el orden y sirenas acercándose en la distancia.
Pero ella solo podía pensar en esos ojos grises. En la precisión de sus movimientos. En la calma absoluta con la que se había marchado de la escena de un crimen.
—¿Quién eres? —murmuró para sí misma, mientras sentía una inexplicable atracción hacia esa oscuridad que había vislumbrado.
Por primera vez en mucho tiempo, Valeria Kane sintió curiosidad. Y en su mundo, la curiosidad era un lujo peligroso que pocos podían permitirse.