Ella tiró de él por el cabello obligándolo a subir hasta su boca, Emilia lo besó con tanta intensidad como él la había besado en otras ocasiones, buscando devorarlo, consumiendo su racionalidad.
Entre besos y forcejeos, parte de la ropa fue desapareciendo. La pelinegra quedó sobre él en el sofá, mientras Alexander, con el torso desnudo y obvias marcas de dientes y chupetones, respiraba pesadamente, mirando a la pequeña diablesa que había tomado el control.
El cabello oscuro caía sobre su rostro y pecho, contrastando con la piel de sus tetas que se encontraban sonrosadas. Alexander había saboreado sus pezones como un demente cuando por fin los liberó de la ropa, la suavidad de sus carnosas protuberancias lo estaban desquiciando. Tanto, que el soldado dentro de sus pantalones comenzaba a doler.
Con ambas piernas en torno a las caderas de Alexander, Emilia lo observó con una sonrisa perversa.
«Hombres… tan fáciles de dominar», pensó con deleite.
Si así de fácil podía hacerle perder el co