Cuando Emilia regresó al comedor, los platos ya habían sido recogidos. Alexander estaba sentado con una flauta de vodka en sus manos, su actitud despreocupada y lánguida, moviendo la bebida en círculos al ritmo de una melodía clásica que ella no supo identificar.
Él escuchó sus pasos, la pelinegra llevaba el vestido blanco que se ceñía a su cuerpo con delicadeza. Las curvas superiores eran atractivas, la piel oliva medio escondida debajo del encaje se le antojó jugosa, abriéndole el apetito y haciéndole agua la boca. La falda hasta la altura de las rodillas le confirió distinción, rematando la composición con unas altas sandalias de tirantes de color plateado.
Se observaron a los ojos, Emilia no llevaba maquillaje ni ningún otro complemento. Solo los diminutos zarcillos en forma de media luna que se pegaban a sus lóbulos. Alexander percibió una suave fragancia, intuyendo que la demora en volver se debió a que Emilia se había duchado.
Sus labios se curvaron levemente, y el hambre que a