El tiempo transcurría con la ligereza de una pluma llevada por el viento.
Los días se deslizaban uno tras otro, teñidos de pequeñas sonrisas, miradas furtivas y caricias cada vez más cálidas que parecían no querer despedirse de la piel.
Alicia y Dante habían encontrado, sin darse cuenta, un ritmo propio, una danza sutil de gestos cotidianos que los acercaba cada vez más.
Dante solía esperarla cada día para almorzar juntos, o simplemente pasaba por su oficina para asegurarse de que no estuviera trabajando demasiado. A veces la sorprendía con un café caliente, otras con una flor robada del jardín de la Residencia, siempre con ese gesto suyo, algo torpe pero profundamente tierno, que hablaba más que cualquier palabra.
Alicia, por su parte, había dejado de ocultar su sonrisa cuando lo veía entrar. Lo miraba como si la rutina fuera un regalo cuando él era parte de ella, y sus manos buscaban las de Dante con naturalidad, como si siempre hubieran sido su refugio.
En las noches, compartían co