El viento arrastraba la arena como cuchillas invisibles sobre las ruinas en la Franja de Gaza.
En medio del caos y la desolación, una figura encapuchada avanzaba entre callejones derruidos, ignorando el sonido distante de disparos y explosiones.
En un edificio semi derrumbado, oculto entre lonas sucias, Montserrat esperaba.
Sus ropas estaban ajadas, su cabello enmarañado, pero sus ojos, brillantes como piedras preciosas, no habían perdido el fuego de su ambición.
Cuando la puerta improvisada chirrió, Montserrat alzó la mirada.
No mostró sorpresa cuando el hombre entró.
Sabía que vendrían por ella.
El recién llegado se quitó la capucha, revelando un rostro curtido por las batallas y una sonrisa arrogante.
—¿Listo para cumplir tu parte? —preguntó Montserrat, levantándose con dificultad.
Él soltó una risa seca.
—Cuando se trata de destruir a Dante Moretti… siempre estoy listo.
Ella sonrió, felina.
—Entonces saquémosme de este agujero —susurró—. Y pongámonos a trabajar.
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