IBIZA

El amanecer se filtraba tímidamente por las cortinas de la habitación, pero en el interior, todo seguía envuelto en una penumbra densa y desesperanzada. Alicia yacía en la cama sin moverse, con el rostro vuelto hacia la ventana, aunque no parecía estar mirando nada. Sus ojos estaban abiertos, pero vacíos. En su interior, un abismo se había abierto el día en que dejaron de recibir noticias de Dante, y cada minuto desde entonces era una caída libre sin fin.

No lloraba. Ya no tenía lágrimas. Solo una sensación seca, árida, que le pesaba en el pecho como una losa.

El silencio había comenzado a hablar más fuerte que las palabras. Ni siquiera respondía cuando su madre entraba con el desayuno o su padre la abrazaba. Su mente estaba en otra parte, quizás en la costa de Mallorca, buscando el rostro del hombre al que amaba entre los restos del mar, entre los fragmentos de una escena que se negaba a aceptar como real.

Fue su madre quien llamó al médico. Y fue la doctora Silvestri quien llegó esa
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