El cielo seguía cubierto de nubes grises que presagiaban lluvia, pero Alicia, testaruda como siempre, había decidido que necesitaba aire, algo de espacio, una bocanada de libertad. No podía quedarse más tiempo encerrada entre esas paredes, sintiendo la mirada silenciosa de Dante sobre ella cada vez que se cruzaban. Era asfixiante. Por eso, sin decir nada a nadie, se colocó una chaqueta ligera y salió en dirección al mar, siguiendo un sendero que serpenteaba entre los pinares de la costa.
El aire estaba húmedo, cargado de la amenaza de una tormenta, pero a ella no le importó.
Caminó por un buen rato, dejando que la brisa marina le despeinara el cabello, con los pensamientos revueltos. Se sentía agotada. Dolida. Confundida. Y a pesar de todo… también estaba inquieta. La noche anterior había despertado con la extraña sensación de que no había estado sola. Como si el calor que la envolvía no fuera el de las mantas, sino el de unos brazos que la sostenían.
Y el perfume.
El perfume de Dante