Damian
El silencio tiene peso. Lo sé porque he vivido siglos escuchándolo, sintiéndolo asentarse como polvo sobre los muebles de habitaciones abandonadas. Pero nunca, en toda mi existencia, había sentido un silencio tan pesado como el que ahora se extendía entre Eva y yo.
Tres días. Setenta y dos horas exactas desde nuestro último intercambio real de palabras. Desde que la dejé en su habitación después de aquel beso que ninguno de los dos mencionaba, pero que flotaba entre nosotros como un fantasma persistente.
La observaba ahora, sentada en el jardín interior, con un libro abierto sobre su regazo. Fingía leer, pero llevaba en la misma página más de una hora. Su cabello castaño caía como una cortina, ocultando parcialmente su rostro. Quería apartarlo, ver sus ojos, pero me mantuve inmóvil en las sombras del corredor.
¿Qué me estaba pasando? Yo, que había doblegado voluntades durante siglos, que había jugado con almas como piezas de ajedrez, me encontraba paralizado por la presencia de