Damian
La observé desde el umbral de la puerta, inmóvil como una estatua de mármol. Eva estaba sentada en el borde de la cama, con la mirada fija en el suelo y los hombros caídos. La luz mortecina del atardecer se filtraba por la ventana, dibujando sombras alargadas que parecían querer devorarla. Podía oler su miedo, tan intenso que casi podía saborearlo en mi lengua.
Había intentado huir. De mí. De nosotros.
El pensamiento me quemaba por dentro como ácido, corroyendo cualquier vestigio de autocontrol que me quedara. Siglos de existencia, de manipular a los humanos como marionetas, y ahora esta mujer frágil amenazaba con desmoronar todo mi imperio de control con un simple acto de rebeldía.
—Mírame —ordené con voz gélida.
Eva levantó lentamente la cabeza. Sus ojos, esos malditos ojos que me perseguían incluso cuando cerraba los míos, estaban enrojecidos pero desafiantes. Ni siquiera ahora, acorralada y consciente de su error, se doblegaba completamente.
—¿Creíste que podrías escapar de