7. La invitación

—Descansa… más tarde vendrá una mujer para ayudarte con el aseo —dijo Eryx con voz grave, casi mecánica, como si diera una instrucción más en su rutina diaria.

Shaya, tumbada en una cama amplia cubierta por sábanas de lino blanco, lo miró apenas un instante. Todavía no sabía cómo interpretar a ese hombre. No era frío como Santiago, ni dulce como los recuerdos de un pasado que ya no le pertenecía. Eryx era un misterio; alguien que la observaba con calma, sin prisa, y parecía medir cada uno de sus movimientos.

En los días que siguieron, Shaya se recuperó lentamente. Su cuerpo, castigado por el frío de aquella noche, fue respondiendo poco a poco gracias al calor, a la comida y al silencio protector de la residencia. Apenas hablaba. No preguntaba nada. Evitaba ver noticias, leer revistas o asomarse demasiado por los ventanales. Sabía que allá afuera su nombre seguía siendo motivo de cuchicheos, que las columnas sociales se alimentaban de su humillación, y que la “nueva reina” de Santiago
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