El café estaba casi vacío. El murmullo tenue de una radio vieja llenaba el silencio, mezclado con el sonido lejano de la tormenta golpeando los ventanales. Shaya permanecía sentada en la mesa junto a la ventana, observando la caída interminable de los copos de nieve, como si en aquel movimiento hipnótico pudiera encontrar respuestas a su desgracia.
“¿Cómo ocurrió esto con mi vida? ¿Cómo acabé aquí?”, se repetía en silencio, mientras se abrazaba a sí misma para conservar algo de calor. El contraste entre el interior cálido del local y la tempestad de afuera parecía el reflejo cruel de su existencia un mundo que antes era suyo y que ahora le estaba vedado. Sus pensamientos giraban una y otra vez en torno al mismo punto Santiago. El hombre con quien había compartido todo. El esposo que le prometió un para siempre, que la hizo creer en un futuro de sueños cumplidos, y que ahora la había arrojado a la nieve como si fuera basura. El tintinear de vasos al fondo la sacó de su ensimismamiento. El hombre detrás de la barra, un dueño de mediana edad de gesto amable, la miraba de reojo mientras secaba unas tazas con un paño limpio. Sus ojos transmitían una mezcla de incomodidad y compasión. Finalmente, rompió el silencio. —Señorita… disculpe, pero debemos cerrar. Shaya parpadeó, aturdida, como si la voz la hubiera arrancado de un sueño. —¿Perdón? —susurró, sin comprender del todo. El hombre dejó el paño sobre la barra y caminó hacia ella con paso lento, preocupado por la expresión ausente en su rostro. —Debemos cerrar… —repitió, suavizando el tono —¿Está bien? ¿Desea que llamemos a alguien? La pregunta fue como una daga. Ella bajó la mirada, incapaz de sostener sus ojos. Una lágrima se deslizó por su mejilla enrojecida por el llanto. —No… —dijo con voz rota —No tengo a nadie. El silencio que siguió fue incómodo, pesado. El hombre asintió con un gesto apenado, pero no insistió. Entendía, de alguna forma, que aquella mujer no necesitaba testigos de su desgracia. Con movimientos torpes, Shaya se levantó de la silla. El cuerpo le pesaba como si cada músculo se negara a moverse. La puerta del café se abrió con un tintinear frío y, apenas puso un pie en la acera, el viento gélido la golpeó de lleno, arrancándole un escalofrío. Las luces del local se apagaron a sus espaldas. La única claridad provenía de los faroles de la calle y de los escaparates aún encendidos, que se burlaban de su miseria con sus colores cálidos y vitrinas rebosantes de cosas que ya no podía tener. Comenzó a caminar sin rumbo. Cada paso sobre la nieve resonaba como un recordatorio cruel de su abandono. No había un lugar al cual regresar, no había un techo esperándola. Por primera vez en muchos años, era una mujer completamente sola en un mundo que parecía no tener espacio para ella. El aire helado le quemaba la garganta, y el dolor en sus pies, empapados y entumecidos, se mezclaba con el de su corazón. La tormenta se intensificaba, y sus lágrimas se confundían con los copos que se derretían al tocar su piel. —Todo lo que construimos… —murmuró entre sollozos —Todo lo borraste en segundos. La imagen de Santiago, impecable con su traje, cerrándole la puerta en la cara, apareció en su mente con brutal nitidez. Aquella mirada fría, carente de compasión, era un recuerdo que nunca podría borrar. Había sido como una sentencia. El hombre que un día la hizo sentir especial, que la envolvió en lujo y promesas, la había reducido a nada. Recordó los días de fiestas en la mansión, cuando todos la miraban con admiración, como la esposa del poderoso empresario. Recordó los viajes, los vestidos de diseñador, los cócteles, las risas fingidas de una vida que, en ese momento, le parecía irreal. Era como si hubiera vivido en un espejismo. El contraste le dolía tanto que se dobló sobre sí misma en plena acera, apoyándose en una pared cubierta de nieve. —¿Cómo pudiste, Santiago? —susurró con un hilo de voz. Pero mientras más lloraba, algo distinto comenzaba a crecer en su interior. Una chispa pequeña, apenas perceptible, pero que brillaba con terquedad. Era rabia. Al principio, se sintió culpable de albergarla. Había amado a ese hombre, había entregado su juventud, sus sueños, su devoción. ¿Cómo podía sentir rabia hacia él? Pero aquella chispa no desaparecía. Al contrario, se alimentaba del frío, del abandono, de cada recuerdo humillante de cómo la había echado de la mansión en plena noche. Siguió caminando, empujada más por la necesidad de moverse que por algún destino concreto. Pasó frente a un escaparate de ropa elegante y, por un instante, se vio reflejada en el cristal los cabellos enmarañados, la cara empapada de lágrimas, el abrigo insuficiente cubierto de nieve. Era irreconocible. Esa no era la mujer que había sido, pero tampoco la que sería. —No me vas a destruir —murmuró, apretando los dientes, y la chispa en su pecho se avivó un poco más. La calle estaba casi desierta, salvo por unos pocos transeúntes que la miraban de reojo antes de apresurar el paso. Nadie se detenía a ofrecer ayuda. Nadie quería cargar con el peso de una mujer rota en medio de una tormenta. La indiferencia del mundo era tan cruel como la traición de Santiago. Finalmente, sus piernas la llevaron hasta un parque. Los árboles desnudos se alzaban como sombras retorcidas y los bancos estaban cubiertos de nieve. Se dejó caer en uno de ellos, agotada. El frío la atravesaba como cuchillas, pero no le importó. Allí, sola en medio de la tormenta, Shaya dejó escapar un grito ahogado que se perdió en el viento. No era solo dolor. Era furia. Una furia que llevaba demasiado tiempo reprimida bajo la apariencia de esposa perfecta, de mujer complaciente, de adorno elegante en el brazo de un magnate. —No más… —susurró, con los labios entumecidos —No más. Los recuerdos volvieron como una avalancha la primera vez que Santiago le dijo que la amaba, el día en que se arrodilló con un anillo brillante que parecía contener el universo, las promesas de que nunca estaría sola. Todo eso ahora era polvo. Mentiras disfrazadas de eternidad. Las lágrimas continuaban rodando por sus mejillas, pero ya no eran solo de tristeza. Había una dureza nueva en ellas, un brillo distinto en sus ojos enrojecidos. En medio de la nieve, Shaya comprendió que algo había muerto en ella aquella noche, pero algo más había nacido. La mujer ingenua que había confiado ciegamente en el amor de Santiago había sido sepultada bajo la nieve. Lo que quedaba era una mujer rota, sí, pero también una mujer que aprendería a levantarse. Y aunque aún no lo entendía del todo, esa chispa de rabia que empezaba a crecer dentro de ella sería el fuego que la guiaría en el camino de regreso. Un camino que no terminaría en súplicas ni en perdón, sino en venganza. La tormenta seguía cayendo sobre la ciudad, pero en el pecho de Shaya ardía una tormenta distinta, una que ya no podía detener.