2. Expulsada del paraíso

El eco de la puerta cerrándose detrás de ella sonó más fuerte que cualquier grito. Un portazo seco, definitivo, que sellaba el final de una vida y el inicio de otra. Shaya Moore permaneció unos segundos inmóvil en el pórtico de la mansión Pavón, temblando bajo la luz de los faroles, sin poder asimilar lo que acababa de ocurrir.

La nieve caía sin piedad, como un manto blanco dispuesto a cubrirlo todo, incluso sus lágrimas. Vestía apenas un abrigo ligero, demasiado delgado para el invierno cruel de Nueva York, y unos zapatos que no estaban hechos para pisar hielo. Sus manos, desnudas, se aferraban a una pequeña cartera de piel que apenas contenía su teléfono apagado y un par de pertenencias sin valor.

—Fuera de mi casa, Shaya —había dicho Santiago, con esa frialdad que ya no le sorprendía pero que aún la hería como una cuchilla.

“Mi casa”. Dos palabras que la atravesaron con rabia. Porque había sido también su casa. Ella había elegido cada cortina, cada cuadro, cada detalle de esa mansión. Había soñado dentro de esas paredes. Había reído, amado y, más tarde, llorado entre esos muros. Pero ahora, Santiago había borrado todo con una simple declaración de posesión.

Shaya dio un paso adelante. El suelo de mármol del pórtico quedó atrás y sus pies se hundieron en la nieve blanda del camino. La piel se le heló al instante, como si el mundo entero se empeñara en recordarle que ya no pertenecía a aquel lugar.

Dio la vuelta instintivamente, como si aún esperara que la puerta se abriera y él apareciera, arrepentido. Como si todo fuera una pesadilla y Santiago volviera a abrazarla, a pedirle que regresara. Pero la mansión seguía cerrada, imponente, con sus luces cálidas brillando desde las ventanas altas. Esa luz que ya no le pertenecía.

La rabia le llenó los ojos de lágrimas.

—Qué rápido me cambiaste —susurró, apretando la mandíbula.

Dentro, sabía que Santiago estaba con ella, con la mujer que ahora ocupaba su lugar. Tal vez, en ese mismo instante, su risa resonaba en los pasillos donde Shaya solía caminar. Tal vez la amante vestía la bata de seda que un día fue suya. La imagen fue un latigazo, una puñalada imposible de soportar.

El guardia de seguridad, un hombre alto y robusto, salió para asegurarse de que Shaya se alejara. Su mirada era incómoda, casi compasiva, pero sus órdenes eran claras.

—Señora… —dudó un instante, como si la palabra ya no tuviera sentido para referirse a ella —Necesito que se retire.

Ella tragó saliva y bajó la cabeza. Ya no era “la señora Pavón”. No era nadie.

—Claro —respondió con un hilo de voz.

Comenzó a caminar por el sendero iluminado que conducía a la verja de hierro forjado. Cada paso era más pesado que el anterior. Recordó las veces que había atravesado ese camino, siempre en coche, siempre con chofer, siempre con la certeza de que allí estaba su hogar. Ahora lo recorría sola, con el viento azotándole el rostro y la nieve calándose en los zapatos.

Cuando cruzó la verja, un dolor sordo la atravesó. Era como si un portón invisible se cerrara detrás de ella, no de hierro, sino de recuerdos. El paraíso quedaba atrás. Y ella había sido expulsada.

La calle estaba desierta. La mansión se erguía a lo lejos, como un castillo iluminado en medio de la oscuridad, mientras ella quedaba reducida a una sombra que temblaba en la nieve.

Caminó sin rumbo durante varios minutos. El frío era insoportable; cada respiración le quemaba la garganta, y cada copo que tocaba su piel parecía perforarla como agujas heladas. Pronto los dedos de sus pies dejaron de responder. La cartera que apretaba contra su pecho era lo único que tenía. El resto… se había quedado adentro.

Un taxi pasó por la avenida cercana, pero Shaya no levantó la mano. No tenía dinero para pagar. La ironía la golpeó había sido la esposa de un hombre multimillonario, y ahora no podía costear siquiera un viaje de quince dólares.

Se detuvo frente a una vitrina iluminada. El reflejo del cristal le devolvió la imagen de una mujer que no reconocía el maquillaje corrido, los ojos rojos de tanto llorar, el cabello enredado por el viento y la nieve acumulándose sobre sus hombros. ¿Esa era Shaya Moore? ¿La misma mujer que solía vestir de gala, entrar a cócteles de sociedad y ser admirada por todos?

El contraste la asfixió. Lujo y miseria. Brillo y sombra. Un antes y un después tan cruel que parecía un mal chiste del destino.

Con el corazón apretado, se sentó en un banco metálico de la acera. La nieve se acumulaba en el asiento, empapando su falda, pero no le importó. Cerró los ojos y se permitió llorar, con sollozos desgarradores que resonaron en la calle vacía. No había nadie para escucharla. Nadie que le ofreciera un pañuelo, un abrazo, un consuelo.

Santiago se lo había llevado todo.

Todo.

Durante un instante, pensó en volver a la verja, en suplicar que la dejaran entrar. Recordó el calor de la chimenea, el olor del pan horneado en la cocina, la suavidad de las sábanas de lino. Pero enseguida la invadió una oleada de dignidad. No volvería a arrastrarse. No frente a él.

Un auto negro pasó lentamente por la calle y redujo la velocidad al verla allí, sola, temblando. El vidrio polarizado impidió distinguir al conductor. Por un segundo, el auto se detuvo, como si alguien la observara desde dentro. El corazón de Shaya se aceleró. Pero entonces el vehículo arrancó de nuevo y desapareció entre la neblina.

Ella no lo sabía, pero esa mirada, la de aquel conductor, marcaría el inicio de algo que aún no podía imaginar.

Por ahora, solo tenía la certeza del frío y la soledad.

Se abrazó a sí misma con fuerza y se obligó a ponerse de pie. Si seguía quieta, el frío la mataría. Debía caminar, aunque no supiera hacia dónde.

—Levántate, Shaya… —se susurró a sí misma —Nadie vendrá a salvarte.

El viento helado arrastró sus palabras, pero dentro de ella encendieron una chispa. Una chispa pequeña, débil, pero suficiente para dar un paso más.

Atravesó calles desconocidas, pasó frente a edificios iluminados donde familias cenaban en mesas cálidas, rodeadas de risas. El contraste era insoportable mientras otros disfrutaban del calor y la abundancia, ella caminaba como un fantasma en la intemperie.

Al pasar frente a un escaparate de joyas, recordó el collar que Santiago le regaló en su aniversario. Lo había usado con orgullo, pensando que era símbolo de su amor. Ahora entendía que no había sido más que un adorno, un candado brillante que la mantenía atada a él.

—Ya no más… —murmuró, con rabia contenida.

Finalmente, sus pasos la llevaron hasta un pequeño café de barrio. La vidriera empañada dejaba escapar un aroma cálido a café recién hecho. Shaya se detuvo en la puerta, dudando. No tenía dinero, no podía entrar. Pero necesitaba calor, aunque fuera un instante.

Abrió la puerta y el tintinear de una campanita anunció su llegada. El lugar estaba casi vacío, salvo por un par de clientes absortos en sus tazas. El dueño, un hombre de mediana edad, la miró de arriba abajo con cierta suspicacia, notando su abrigo empapado y su rostro descompuesto.

—¿Señorita? —preguntó.

Ella tragó saliva. Podría mentir, podría inventar algo, pero lo único que salió de sus labios fue la verdad desnuda.

—Solo… necesito sentarme un momento.

El hombre dudó, pero finalmente asintió. Shaya se acomodó en una mesa junto a la ventana y apoyó la frente en el vidrio helado. El contraste entre el calor interior y el frío exterior la estremeció.

Mientras observaba las luces de la ciudad, un pensamiento se clavó en su mente había tocado fondo. Pero quizá, en ese fondo, había un lugar desde donde empezar de nuevo.

El lujo le había sido arrebatado.

El paraíso le había sido cerrado.

Ahora solo quedaba ella. Y, en lo más profundo de su ser, una fuerza que empezaba a despertar.

Esa noche, sola y rota en un café olvidado, Shaya Moore comprendió que ya no era la mujer que había sido. La miseria no la destruiría. La transformaría.

Y aunque aún no lo sabía, esa transformación sería el primer paso hacia su venganza.

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