1. La firma maldita
Shaya Moore se quedó mirando el papel blanco frente a ella, como si la tinta negra que lo manchaba fuera un veneno imposible de limpiar. La sala estaba impregnada de un silencio incómodo, roto solo por el leve zumbido del reloj de pared. Unos segundos que parecían eternos se deslizaban lentamente mientras ella respiraba con dificultad, como si cada bocanada de aire le costara un precio demasiado alto.
La estilizada mesa de madera caoba brillaba bajo la luz de los ventanales, donde los abogados y testigos aguardaban con expresiones neutras, entrenadas para no mostrar compasión. Shaya no entendía cómo podían permanecer tan impasibles mientras ella se partía por dentro. Su corazón latía fuerte, a punto de estallar, y aun así, todos la miraban como si fuera simplemente otra transacción comercial, otro contrato más que debía firmarse.
Frente a ella, Santiago Pavón lucía impecable, con un traje hecho a medida, el cabello perfectamente peinado hacia atrás y la mandíbula endurecida en una expresión de triunfo. En su mirada había algo frío, metálico, una crueldad que ya no se molestaba en ocultar. Esa mirada que años atrás la había hecho sentir protegida, ahora le recordaba que nunca fue más que una pieza en su tablero.
—Firma, Shaya —dijo él, con voz serena, sin rastro de emoción —No hagas esto más difícil de lo que ya es.
Ella apretó el bolígrafo entre los dedos, temblorosa. El nudo en su garganta amenazaba con romperla, pero no le daría el gusto de llorar frente a él. No otra vez. No después de tantas lágrimas derramadas en silencio cuando lo veía llegar tarde, oliendo a perfume ajeno, sonriendo como si ella fuera invisible.
—¿De verdad todo lo nuestro termina en un papel? —preguntó, con la voz quebrada pero firme.
Los labios de Santiago se curvaron en una mueca irónica.
—Todo lo nuestro terminó hace mucho tiempo. Este papel solo lo confirma.
El abogado de Santiago, un hombre de canas impecablemente recortadas, empujó el documento hacia ella. El encabezado parecía gritarle en letras gruesas “Acuerdo de Divorcio”. Shaya sintió que su piel se erizaba. Cada cláusula, cada línea, estaba escrita para despojarla. No quedaba nada para ella, ni la mansión donde había soñado con criar a sus hijos, ni las cuentas bancarias que juntos habían engordado con años de sacrificio, ni siquiera los objetos personales que guardaban memorias. Todo estaba bajo el nombre de Santiago.
El contrato era un desierto seco, cruel, sin vida.
—¿Y yo? —susurró Shaya, mirando a su esposo —¿Qué me dejas?
Él arqueó una ceja y se inclinó hacia ella, lo bastante cerca como para que solo ella escuchara.
—Te dejo libre. ¿No era eso lo que siempre decías que querías? Libertad —Su voz se volvió un cuchillo helado —Y te dejo la ropa que llevas puesta. No más.
Los testigos bajaron la mirada, incómodos. Nadie se atrevió a intervenir. Shaya sintió que la sangre le hervía, que la indignación quería escupirse en palabras, pero sabía que no tenía poder allí. La habían acorralado.
El abogado tosió suavemente.
—Señora Moore, necesitamos su firma para concluir el procedimiento.
La pluma temblaba entre sus dedos. Una parte de ella quería rebelarse, arrancar el contrato en mil pedazos y gritarle a Santiago que no se dejaría pisotear. Pero la otra parte, la más cansada y herida, sabía que esa batalla estaba perdida. Él había movido todas las fichas. Sus abogados habían preparado el terreno con meses de antelación, manipulando las cuentas y los bienes para asegurarse de que nada quedara a su nombre. Era un jaque mate perfecto.
“Lo planeó desde el inicio”, pensó, y una lágrima silenciosa rodó por su mejilla.
Con un esfuerzo sobrehumano, bajó la pluma hasta el papel. El sonido del trazo fue como un trueno en su pecho. Cada letra de su nombre, cada curva, era un golpe en su dignidad. Cuando terminó, soltó el bolígrafo con un suspiro tembloroso.
—Listo —dijo apenas audible.
Santiago tomó el documento, lo revisó y lo firmó con calma, como si estuviera cerrando un negocio cualquiera. Entonces se recostó en su silla y sonrió, satisfecho.
—Felicidades, Shaya. Ya no eres mi problema.
Sus palabras fueron como una bofetada. Ella lo miró con los ojos húmedos, buscando aunque fuera un destello del hombre que alguna vez amó. Pero lo que encontró fue un extraño, un enemigo que disfrutaba verla rota.
El abogado anunció que el proceso estaba concluido. Los testigos firmaron, recogieron los papeles y se dispusieron a salir. La sala quedó más vacía, más fría. Shaya se quedó de pie, sin saber hacia dónde ir.
—Puedes marcharte ahora —dijo Santiago, señalando la puerta.
—¿Y a dónde? —preguntó ella, en un hilo de voz. Él sonrió con crueldad.
—Ese ya no es mi problema.
Shaya apretó los puños. El dolor era insoportable, pero debajo de él empezaba a nacer otra cosa: una ira densa, venenosa, que se mezclaba con la humillación. No dijo nada más. Tomó su abrigo, lo colocó sobre sus hombros temblorosos y salió de la sala con la cabeza en alto, aunque por dentro se estuviera desmoronando.
El frío de la noche la recibió como un puñal en la piel. La nieve caía lenta, cubriéndolo todo con un manto blanco, como si el mundo quisiera enterrar su desgracia bajo un silencio gélido. Caminó sin rumbo fijo, sintiendo cómo los copos se pegaban a su cabello húmedo, cómo sus zapatos delgados se hundían en la nieve.
Cada paso era un eco de todo lo que había perdido.
Cada bocanada de aire helado era un recordatorio de que estaba sola.
“Me quitó todo”, pensó, mientras las lágrimas le ardían en las mejillas. “Todo. Y lo peor es que disfrutó haciéndolo.”
La imagen de Santiago, con esa sonrisa arrogante, se le clavaba como espinas en el pecho. El hombre al que había entregado su juventud, sus sueños y su amor más puro, ahora la había reducido a la nada. Había invertido años construyendo una vida juntos, y él la había derribado con un par de firmas.
Se detuvo bajo un farol, jadeante. El corazón le golpeaba el pecho como si quisiera escapar. Miró hacia el cielo oscuro y extendió las manos, dejando que la nieve se derritiera en sus palmas desnudas.
—¿Por qué a mí? —susurró al vacío —¿Qué hice para merecer esto?
Pero no hubo respuesta, solo el murmullo del viento.
De pronto, una risa se escapó de sus labios. No fue una risa alegre, sino amarga, rota. Comprendió en ese instante algo que la estremeció Santiago no le había arrebatado únicamente los bienes materiales. Le había robado la dignidad, la seguridad, incluso la voz. Había tratado de borrarla de la historia.
Pero en ese intento cruel, había encendido otra cosa en su interior.
Una chispa... Una sombra... Un fuego que no conocía.
Shaya se secó las lágrimas con la manga y respiró hondo. No sabía cómo ni cuándo, pero ese dolor sería el cimiento de algo nuevo. Algún día, Santiago Pavón se arrepentiría de haberla dejado en la nieve como a una mendiga. Algún día, ella sería la que sonriera desde arriba mientras él caía.
Esa noche, bajo la tormenta blanca, nació algo más fuerte que el amor que una vez sintió por él.
Nació el germen de la villana que se convertiría en la Reina de Reyes.