El primer cajón que abrí fue el del estudio. Viejas libretas de diseño, bolígrafos mordisqueados, un par de bocetos arrugados con ideas que alguna vez creí geniales. Me detuve, los sostuve en la mano unos segundos, y luego los solté. No porque ya no fueran importantes, sino porque ahora había algo más grande que reclamaría mi atención. Mi cuerpo. Mi tiempo. Mi vida.
El bebé.
Mi bebé.
Nuestra bebé. Porque ya podía sentirlo —a veces como una presencia invisible, otras como una vibración que me nacía desde dentro—, que no sería solo mío. Sería nuestro. De Santiago y mío. Un reflejo de lo que habíamos construido, de lo que aún no sabíamos que éramos capaces de dar.
Habían pasado solo dos s