El primer cajón que abrí fue el del estudio. Viejas libretas de diseño, bolígrafos mordisqueados, un par de bocetos arrugados con ideas que alguna vez creí geniales. Me detuve, los sostuve en la mano unos segundos, y luego los solté. No porque ya no fueran importantes, sino porque ahora había algo más grande que reclamaría mi atención. Mi cuerpo. Mi tiempo. Mi vida.
El bebé.
Mi bebé.
Nuestra bebé. Porque ya podía sentirlo —a veces como una presencia invisible, otras como una vibración que me nacía desde dentro—, que no sería solo mío. Sería nuestro. De Santiago y mío. Un reflejo de lo que habíamos construido, de lo que aún no sabíamos que éramos capaces de dar.
Habían pasado solo dos s
La tarde había comenzado como cualquier otra desde que habíamos comenzado a preparar la casa para el bebé: cálida, suave, llena de planes pequeños y conversaciones tranquilas. Santiago estaba en el estudio revisando algunos documentos, mientras yo organizaba un nuevo cajón en el armario que ahora sería para cosas de maternidad —libros, cremas, pequeños regalos que ya empezaban a llegar.El sol entraba por la ventana, bañando la habitación con una luz dorada que me hacía sentir en paz. El tipo de paz que había perseguido toda mi vida sin saber siquiera que existía.Y entonces sonó el teléfono.Era el número de la oficina del abogado de mi padre. Reconocí el có
El cielo estaba cubierto de nubes grises, densas, como si el universo supiera que el día no merecía sol. La brisa era fría, pero no incómoda. Soplaba con ese tipo de fuerza suave que parece susurrar verdades que no pueden decirse en voz alta.Frente a mí, el pequeño edificio del crematorio se alzaba sobrio, austero. Sin adornos innecesarios. Sin flores. Sin periodistas. Sin drama. Justo como yo lo había pedido.No había lista de invitados. No hubo discursos. Solo una urna sellada, y la promesa silenciosa de que, al final, incluso los hombres más temidos regresaban al polvo.Víctor Del Valle ya no existía.Y sin embargo, en ese instante, ocupaba todo mi mundo.
El ascensor emitió un pitido seco cuando alcanzó el piso veinte. Mi reflejo en las paredes metálicas me devolvió una mirada nerviosa. Ajusté por enésima vez mi blusa blanca, asegurándome de que cada botón estuviera en su lugar. “Tranquila, Sofía”, me dije en voz baja. El susurro apenas logró calmar el latido frenético de mi corazón.Era mi primer día en Ferrer & Asociados, una de las firmas más prestigiosas de diseño y marketing en la ciudad. Conseguir este trabajo no había sido sencillo. Cinco entrevistas, dos pruebas prácticas, y un agotador proceso de selección que, honestamente, me había dejado con la sensación de que nunca sería suficiente. Pero aquí estaba, con el contrato firmado y la oportunidad de demostrarme —y al mundo— que tenía lo que se necesitaba para destacar.El ascensor se detuvo con un suave tirón, y las puertas se abrieron hacia un vestíbulo impecable. Mármol blanco, líneas minimalistas, y una sensación de lujo moderno que me hizo sentir fuera de lugar. Respiré hon
Mi tercer día no fue más fácil. Había llegado temprano, con el café aún humeante en mis manos, intentando ordenar mis ideas sobre los ajustes que Santiago me pidió el día anterior. La presión de estar a la altura era tan intensa que apenas había dormido, pero, de alguna manera, el agotamiento no importaba. Esto era lo que quería: la oportunidad de demostrar que pertenecía a un lugar como Ferrer & Asociados.Sin embargo, esa mañana tenía un ingrediente adicional que me revolvía el estómago: mi primera junta con el equipo completo. Laura me había advertido: "Santiago no tolera la mediocridad, ni en las presentaciones, ni en las ideas. Ve preparada." No eran precisamente palabras reconfortantes.Cuando el reloj marcó las nueve en punto, entré a la sala de juntas con mi laptop bajo el brazo y el corazón palpitando con fuerza. El espacio era igual de intimidante que el resto de la oficina: una mesa de cristal impecable rodeada de sillas negras, enormes ventanales que dejaban entrar la luz
Los eventos corporativos no eran lo mío, pero Laura insistió tanto en que asistiera que terminé cediendo. "Es una oportunidad para relajarte y conocer mejor al equipo," había dicho mientras me dejaba una invitación en la mesa. Claro, porque no hay nada más relajante que convivir con tus compañeros de trabajo mientras intentas no tropezar con los tacones.El evento se llevaba a cabo en el salón principal de uno de los hoteles más lujosos de la ciudad, el tipo de lugar donde el suelo brilla tanto que parece un espejo y el champán fluye como agua. Llegué justo a las ocho, vestida con un vestido negro sencillo, de tirantes finos, que había comprado en un ataque de optimismo al pensar que algún día tendría una ocasión especial para usarlo.Al entrar al salón, me sentí como si hubiera cruzado a otro mundo. Las lámparas de cristal colgaban del techo, y las mesas estaban decoradas con arreglos florales que probablemente costaban más que mi alquiler mensual. Mi ansiedad aumentó al darme cuenta
El café estaba caliente en mis manos mientras repasaba mentalmente las tareas del día. Las luces fluorescentes de la oficina iluminaban cada rincón con una claridad casi quirúrgica, haciendo que el ambiente fuera tan frío como imponente. Era temprano, pero ya podía sentir cómo el día se avecinaba con un peso particular, como si el aire tuviera una densidad distinta. Algo estaba por suceder, lo sabía.Me senté en mi escritorio, dejando que los aromas del café recién preparado llenaran mis sentidos. Aún estaba organizando mis ideas cuando escuché el sonido inconfundible de los pasos de Santiago Ferrer acercándose. Siempre caminaba con una firmeza que hacía imposible ignorarlo, como si cada paso anunciara su presencia antes de que cruzara la puerta.Miré de reojo, intentando no parecer demasiado evidente, y ahí estaba él, impecable como siempre, con su traje gris oscuro perfectamente ajustado, sosteniendo una carpeta de cuero negro en una mano y un teléfono en la otra. Su expresión era s
El cursor parpadeaba en la pantalla con un ritmo hipnótico, un recordatorio implacable de que debía seguir trabajando. Sin embargo, mis ojos no podían enfocarse en las líneas de texto que se desdibujaban frente a mí. Mi respiración estaba entrecortada, el aire se volvía denso y pesado en mis pulmones.El correo seguía abierto en la bandeja de entrada, su encabezado brillando como una advertencia:"Actualización sobre el caso de tu padre."Sentí un nudo en el estómago.No podía abrirlo. No ahora. No aquí.Cerré los ojos y traté de respirar hondo, pero mi pecho se contrajo como si alguien estuviera apretando una soga invisible alrededor de mis costillas. El zumbido de la oficina seguía a mi alrededor: las teclas resonaban, los teléfonos sonaban, las conversaciones flotaban en el aire como murmullos distantes.Pero dentro de mí, todo era caos.El ataque de pánico llegó sin previo aviso, arrastrándome como una ola oscura.No. No aquí.Mis manos temblaban al soltar el mouse. No podía permit
Las sombras se alargaban en la oficina cuando apagué la pantalla de mi computadora y me estiré en la silla. La jornada había sido interminable, con reuniones que se extendieron más de lo necesario y tareas que parecían multiplicarse en cuanto resolvía una.La mayoría de mis compañeros ya se habían ido, y la oficina de diseño estaba sumida en un silencio extraño, como si la energía que la habitaba durante el día se hubiera disipado con el último empleado que cerró la puerta.Pero no me sentía sola.Desde hacía días, una sensación incómoda me perseguía a todas partes. No podía explicarlo del todo, pero sentía ojos sobre mí. Pequeños detalles, como encontrar mi silla ligeramente movida en las mañanas o notar que mi teléfono vibraba con llamadas desconocidas que cesaban en cuanto