Santiago no dejaba de sonreír.
Desde que le di la noticia, sus ojos brillaban con un fulgor que jamás había visto en él, ni siquiera el día de nuestra boda. Caminaba por la casa como si cada paso llevara consigo una melodía nueva. Me miraba como si fuera frágil y sagrada al mismo tiempo, como si dentro de mí latiera no solo una vida nueva, sino el milagro mismo del amor.
Yo lo observaba en silencio. Con el corazón apretado entre emoción y algo más oscuro. Algo que no sabía cómo nombrar, pero que se sentía como una espina oculta tras cada sonrisa. Una sombra que se colaba detrás de cada momento de alegría.
Miedo.
No del embarazo.