El amanecer se colaba con timidez por los ventanales, dibujando líneas doradas sobre el suelo de madera. El silencio de la casa no era tenso como otras veces. No era vacío. Era contemplativo. Cálido. Como un suspiro contenido después de una tormenta.
Desperté antes que Santiago. Lo observé dormir, sus pestañas largas descansando sobre sus pómulos, el cabello ligeramente desordenado, una arruga marcada en la mejilla por la almohada. Tenía el ceño relajado, los labios entreabiertos, como si soñara con algo tranquilo por primera vez en semanas. Me quedé así, mirándolo, memorizando cada línea de su rostro. Amándolo en silencio.
Anoche habíamos llorado. Discutido. Gritado. Y luego nos habíamos abrazado como si nuestras vidas dependieran de ello.
Porque, en cierto modo, sí dependían.