Había una distancia silenciosa entre nosotros. No de esas que se marcan con gritos o portazos, sino de las que se filtran poco a poco como agua en una grieta: imperceptible al principio, hasta que un día el suelo se rompe bajo tus pies. Y eso fue lo que sentí al despertar sola por tercera mañana consecutiva.
La taza de café seguía servida en la barra de la cocina, aún caliente, con una nota escrita por Santiago:
“Salí antes. Junta con inversionistas. Te amo. —S.”
Ese “Te amo” ya no pesaba como antes. No porque hubiera perdido valor, sino porque se sentía rutinario. Como una firma. Como algo que se dice porque se debe, no porque se siente con la piel erizada y el pecho agitado. Lo leí una,
El amanecer se colaba con timidez por los ventanales, dibujando líneas doradas sobre el suelo de madera. El silencio de la casa no era tenso como otras veces. No era vacío. Era contemplativo. Cálido. Como un suspiro contenido después de una tormenta.Desperté antes que Santiago. Lo observé dormir, sus pestañas largas descansando sobre sus pómulos, el cabello ligeramente desordenado, una arruga marcada en la mejilla por la almohada. Tenía el ceño relajado, los labios entreabiertos, como si soñara con algo tranquilo por primera vez en semanas. Me quedé así, mirándolo, memorizando cada línea de su rostro. Amándolo en silencio.Anoche habíamos llorado. Discutido. Gritado. Y luego nos habíamos abrazado como si nuestras vidas dependieran de ello.Porque, en cierto modo, sí dependían.
La mesa estaba iluminada por la luz temblorosa de las velas, el vino tinto descansaba en copas de cristal apenas tocadas, y el aroma de la cena —una mezcla de mantequilla, romero y pan recién horneado— flotaba en el aire como una caricia nostálgica. Era exactamente como lo habíamos querido: simple, íntimo, solo nosotros.Un año.Un año desde que me tomaste de la mano frente a todos y prometiste que no habría día en el que no intentaras hacerme feliz. Un año desde que caminé hacia ti con el corazón desbordado y los ojos empañados de amor. Un año desde que empezamos esta locura con nuestros nombres grabados en un anillo y la esperanza de que, esta vez, el amor fuera suficiente.Y lo fue.<
La palabra familia rondaba mis pensamientos como una melodía que no podía dejar de tararear, aunque aún no conociera del todo su letra. Desde que se la dije a Santiago, el deseo había ido tomando forma dentro de mí como una flor abriéndose lentamente en primavera. Pero con él, también venían las dudas. Las sombras del pasado no desaparecen simplemente porque decides vivir una vida diferente.Una semana después de nuestro aniversario, la conversación sobre tener un hijo se había vuelto recurrente. Santiago la abordaba con esa mezcla de ilusión y determinación que lo caracterizaba. A veces en voz baja, a veces entre bromas suaves, otras tantas con una ternura que me desarmaba.—¿Y si se parece
La mañana se deslizaba con una calma inusual, como si incluso el sol hubiese decidido despertarse más lento. La ciudad, que tantas veces había sido sinónimo de caos, rugidos de motores y agendas apretadas, se sentía lejana. Difusa. Silenciosa. Solo el canto ocasional de un pájaro y el roce de las sábanas acompañaban mis pensamientos.Estábamos en casa. En nuestra burbuja. Santiago se movía con torpeza encantadora en la cocina, tarareando una melodía que apenas reconocía, vestido con su camiseta vieja y su cabello aún húmedo por la ducha. Yo lo observaba desde el sofá, mis piernas bajo una manta, una taza de té en las manos y la extraña sensación de que algo, sin saber exactamente qué, estaba cambiando dentro de mí.
Santiago no dejaba de sonreír.Desde que le di la noticia, sus ojos brillaban con un fulgor que jamás había visto en él, ni siquiera el día de nuestra boda. Caminaba por la casa como si cada paso llevara consigo una melodía nueva. Me miraba como si fuera frágil y sagrada al mismo tiempo, como si dentro de mí latiera no solo una vida nueva, sino el milagro mismo del amor.Yo lo observaba en silencio. Con el corazón apretado entre emoción y algo más oscuro. Algo que no sabía cómo nombrar, pero que se sentía como una espina oculta tras cada sonrisa. Una sombra que se colaba detrás de cada momento de alegría.Miedo.No del embarazo.
El primer cajón que abrí fue el del estudio. Viejas libretas de diseño, bolígrafos mordisqueados, un par de bocetos arrugados con ideas que alguna vez creí geniales. Me detuve, los sostuve en la mano unos segundos, y luego los solté. No porque ya no fueran importantes, sino porque ahora había algo más grande que reclamaría mi atención. Mi cuerpo. Mi tiempo. Mi vida.El bebé.Mi bebé.Nuestra bebé. Porque ya podía sentirlo —a veces como una presencia invisible, otras como una vibración que me nacía desde dentro—, que no sería solo mío. Sería nuestro. De Santiago y mío. Un reflejo de lo que habíamos construido, de lo que aún no sabíamos que éramos capaces de dar.Habían pasado solo dos s
La tarde había comenzado como cualquier otra desde que habíamos comenzado a preparar la casa para el bebé: cálida, suave, llena de planes pequeños y conversaciones tranquilas. Santiago estaba en el estudio revisando algunos documentos, mientras yo organizaba un nuevo cajón en el armario que ahora sería para cosas de maternidad —libros, cremas, pequeños regalos que ya empezaban a llegar.El sol entraba por la ventana, bañando la habitación con una luz dorada que me hacía sentir en paz. El tipo de paz que había perseguido toda mi vida sin saber siquiera que existía.Y entonces sonó el teléfono.Era el número de la oficina del abogado de mi padre. Reconocí el có
El cielo estaba cubierto de nubes grises, densas, como si el universo supiera que el día no merecía sol. La brisa era fría, pero no incómoda. Soplaba con ese tipo de fuerza suave que parece susurrar verdades que no pueden decirse en voz alta.Frente a mí, el pequeño edificio del crematorio se alzaba sobrio, austero. Sin adornos innecesarios. Sin flores. Sin periodistas. Sin drama. Justo como yo lo había pedido.No había lista de invitados. No hubo discursos. Solo una urna sellada, y la promesa silenciosa de que, al final, incluso los hombres más temidos regresaban al polvo.Víctor Del Valle ya no existía.Y sin embargo, en ese instante, ocupaba todo mi mundo.