Había una distancia silenciosa entre nosotros. No de esas que se marcan con gritos o portazos, sino de las que se filtran poco a poco como agua en una grieta: imperceptible al principio, hasta que un día el suelo se rompe bajo tus pies. Y eso fue lo que sentí al despertar sola por tercera mañana consecutiva.
La taza de café seguía servida en la barra de la cocina, aún caliente, con una nota escrita por Santiago:
“Salí antes. Junta con inversionistas. Te amo. —S.”
Ese “Te amo” ya no pesaba como antes. No porque hubiera perdido valor, sino porque se sentía rutinario. Como una firma. Como algo que se dice porque se debe, no porque se siente con la piel erizada y el pecho agitado. Lo leí una,