Cada paso que daba en aquella sala era una sentencia.Mi respiración era un eco controlado, mi pulso un tamborileo en mi pecho.No podía fallar.No podía mostrar debilidad.Los hombres que me rodeaban no eran el tipo de personas que te permitían un error.No cuando en sus ojos solo veían oportunidades.Oportunidades de poder.De control.De convertirte en su propiedad.Pero yo no era una maldita moneda de cambio.Y aunque mi postura era relajada, aunque mis labios sostenían una ligera sonrisa de aceptación, por dentro estaba afilando cada uno de mis instintos, preparándome para el momento en que todo se derrumbara.Porque lo haría.Sabía que tarde o temprano mi tapadera se desmoronaría.Y cuando eso pasara, tenía que estar lista.—Es bueno verte entrar en razón, Sofía.La voz de Guillermo Beltrán me recorrió la espalda como un escalofrío.Giré el rostro con la calma estudiada de alguien que estaba acostumbrado a lidiar con hombres como él.O al menos, así debía parecer.—Supongo que si
El aire en la habitación cambió.Lo sentí antes de verlo.Un ligero cambio en la tensión, un peso invisible que se filtró en el ambiente como un veneno sutil.Algo no estaba bien.Guillermo aún sonreía, satisfecho con mi supuesta rendición, pero sus ojos... sus ojos decían otra cosa.Desconfianza.Duda.Maldición.Mantuve mi postura relajada, pero cada fibra de mi cuerpo estaba alerta, preparada para correr, para pelear, para hacer lo que fuera necesario.Mi teléfono vibró nuevamente en mi b
El auto rugió contra la carretera, devorando kilómetros mientras el peligro se desvanecía en el espejo retrovisor.Pero no importaba cuánto corriéramos.No importaba qué tan lejos llegáramos.El peligro nos seguiría hasta que uno de los dos bandos desapareciera por completo.Santiago estaba recostado contra el asiento, con el rostro pálido, el ceño fruncido por el dolor.Su camisa estaba empapada de sangre en el costado, y aunque intentaba mantenerse firme, podía ver cómo su respiración era cada vez más pesada.Yo estaba herida, pero su dolor me dolía más.
El amanecer se filtraba por las ventanas sucias del refugio, pintando la habitación con un tono dorado que contrastaba con la oscuridad en nuestras almas.Santiago aún dormía a mi lado, su cuerpo cálido y pesado contra el mío. Su respiración era tranquila, aunque su ceño seguía fruncido incluso en el sueño, como si ni siquiera en ese estado pudiera permitirse bajar la guardia.Lo observé en silencio, grabando en mi mente cada línea de su rostro, cada cicatriz que contaba una historia que aún no me había contado por completo.Sabía que esta paz era un espejismo.Sabía que el tiempo se nos estaba acabando.Y cuando el teléfono de
La sangre palpitaba en mis sienes, el sabor metálico del miedo se aferraba a mi lengua mientras nos arrastraban fuera del refugio.Todo había sucedido demasiado rápido.Los hombres de Guillermo nos rodearon antes de que pudiéramos reaccionar. Laura intentó pelear, disparó hasta su último cartucho, pero fueron demasiados.Nos superaban en número, en armas, en estrategia.Y ahora, con las manos atadas a la espalda, el frío del metal quemándome la piel, no quedaba nada más que aceptar la realidad: habíamos caído en la trampa.Nos capturaron.Nos llevaron lejos.Y no t
La puerta se cerró con un golpe seco.El eco retumbó en la habitación como un martillazo final.Y con ese sonido, supe que Santiago ya no estaba ahí.Se lo habían llevado.Lo habían sacado a la fuerza, arrastrándolo lejos de mí, lejos de este infierno en el que acababa de encerrarme voluntariamente.Mi corazón martillaba con fuerza contra mi pecho, pero no permití que el miedo se filtrara en mi expresión.No podía darles eso.Guillermo me observaba desde el otro lado de la habitación, con una sonrisa satisfecha dibujada en sus labios.
La noche era un manto denso y sofocante.El aire olía a pólvora, a peligro, a la inminente tormenta que estaba por desatarse.Santiago apretó el arma entre sus manos mientras observaba la imponente estructura frente a él.La guarida de Guillermo.Un edificio abandonado en el corazón del puerto, lejos de la ciudad, donde nadie escucharía los gritos, donde nadie interferiría en el juego de poder que estaba a punto de llegar a su final.Sofía estaba ahí dentro.Y esta vez, no pensaba dejarla atrás.Los hombres de Santiago se movieron en la s
El aire olía a cenizas y pólvora.Las llamas aún devoraban lo que quedaba de la fortaleza de Guillermo, lanzando columnas de humo negro al cielo.Cada explosión había dejado grietas en la tierra, escombros desperdigados, cuerpos inertes esparcidos entre las ruinas.Pero estábamos vivos.Sofía estaba viva.Y eso era lo único que importaba.Las sirenas perforaron la quietud de la madrugada, acercándose con rapidez.Luces rojas y azules parpadeaban en la distancia mientras las unidades policiales y los vehículos negros del FBI se deten&iacut