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El mundo regresó lentamente.

Primero fue la sensación de pesadez en los párpados, como si estuvieran hechos de plomo. Luego, el olor a desinfectante y la extraña frialdad de las sábanas contra mi piel.

Había un pitido suave en el fondo, constante, acompasado.

Mi pecho subía y bajaba con esfuerzo, como si cada respiración fuera una batalla.

Y entonces, el dolor.

Profundo.

Ardiendo en mi costado como un hierro candente.

Solté un gemido bajo, mi cuerpo protestando al menor movimiento.

—Sofía…

Mi corazón tambaleó en mi pecho.

Con esfuerzo, giré un poco el rostro.

Santiago estaba ahí.

Dormido junto a mi cama, con la cabeza apoyada en su brazo, su mano aferrada a la mía como si fuera lo único que lo mantenía en este mundo.

Mi respiración se entrecortó.

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