La noche olía a pólvora, a metal oxidado y a traición.
El cielo estaba cubierto por un manto denso de nubes, como si el universo entero hubiera decidido ser testigo mudo del infierno que estaba a punto de desatarse. Sofía ajustó el auricular en su oído, sintiendo su corazón retumbar contra su pecho con una furia desmedida. A su lado, Santiago revisaba su arma con movimientos calculados, su rostro esculpido en granito puro.
Gabriel, en cambio, parecía inquietamente sereno, como si la violencia fuera su segunda naturaleza.
El escondite de Julián estaba escondido en el ala abandonada de un viejo complejo industrial a las afueras de la ciudad. Un laberinto de pasillos angostos, de estructuras metálicas que crujían