La noche era espesa, sofocante. Las luces de la ciudad apenas lograban romper la negrura que parecía haberse asentado también sobre mi alma.
Me senté frente a la computadora en la oficina de casa, con la puerta cerrada y el corazón latiendo de manera errática, como si presintiera que estaba a punto de cruzar una línea de la que no habría retorno. Santiago dormía en nuestra habitación, o eso esperaba. No tenía fuerzas para otra discusión, no esta noche. No cuando sabía que lo que planeaba podía destruirlo todo si algo salía mal.
Respiré hondo, mis dedos temblorosos sobre el teclado.
Viejos nombres. Viejos números. Códigos que había enterrado en el rincón m&