La lluvia golpeaba los ventanales de la casa como si el cielo mismo quisiera advertirles de lo que estaba a punto de suceder. El sonido era persistente, insistente, llenando los silencios incómodos que desde hacía días se apoderaban de su hogar.
Yo me paseaba de un lado a otro en la sala, con los brazos cruzados sobre el pecho, tratando inútilmente de encontrar consuelo en el movimiento. Santiago estaba en la cocina, observando fijamente su taza de café frío, pero sin beberlo. El silencio entre nosotros era espeso, un muro invisible que ni siquiera el amor que nos había unido tantos años podía atravesar.
Y entonces, Leo entró.
Su figura, tan parecida a la de su padre biológico, Víctor Del Valle, que por