El último mensaje de uno de sus hombres había sido claro: «La mercancía no deja de quejarse. Necesita que la calmes».
Se despidió de Selene y Alan, mientras prometía volver antes de la hora de la cena. O al menos, esa era la idea.
Marcos llegó al departamento donde dicha “mercancía” no dejaba de molestar y entró con la llave de repuesto.
Era un piso bonito, moderno: cocina abierta, muebles de diseño, todo pagado en efectivo. Para cualquiera sería un lujo. Para ella, nunca era suficiente.
La mujer estaba en el salón, cruzada de brazos, con el rostro endurecido por el enojo. Vestía un camisón caro que él mismo le había comprado, pero lo llevaba como si fuera un trapo viejo.
—Este lugar es un cuchitril —dijo al instante, señalando el espacio con desprecio—. No puedes sacarme de mi país y traerme aquí solo para vivir así. Escondida. En estas condiciones.
Cerró la puerta con calma y su rostro se endureció por las exigencias —ella no estaba en condiciones de exigir—. Aunque claro, le costab