La mano de la mujer sostenía el tenedor de postre con ligereza, usando solo el pulgar y dos dedos para guiarlo.
Su desayuno era una obra de arte en sí misma: una media luna de melón de Cavaillon perfectamente cortado y un huevo pasado por agua en su copa de plata.
Cada porción de melón era del mismo tamaño preciso, elevado hasta sus labios en un movimiento lento y meditado.
Pero, de repente, la perfecta concentración se rompió, ante la pesada puerta de roble del comedor que se abrió de golpe sin previo aviso.
Bajo el umbral se encontraba su hijo, con esa expresión seria que nunca lo abandonaba, aunque justo ahora parecía más disgustado de lo normal.
—Querido, es un gusto tenerte aquí —dijo con una sonrisa, untando mantequilla en las tostadas de masa madre que recién iba a probar.
—Lamento no poder decir lo mismo respecto a ti, madre —fue su saludo, uno nada cordial.
—¿Qué dices? —se puso una mano en el pecho, simulando dolor—. ¿No te alegras de ver a tu madre?
—No cuand