—Yo no ronco —replico con mordacidad—. ¿Qué quieres?
Me trago el bochorno que siento en un intento de recuperar mi orgullo. Sé muy bien que no ronco, al menos que esté demasiado… cansada como para exteriorizarlo.
«Ay no… por favor, no».
Maximilian enarca la ceja, sigue en cuclillas a mi lado, mirándome como si yo fuese un picho raro.
¿Quién le dio permiso de invadir mi espacio personal? Y hablo de mi rostro, no de mi habitación. Está demasiado inclinado para mi cordura, demasiado cerca de mí.
—Interesante elección para una siesta —dice, ignorando mi pregunta—. ¿Sabes lo que ocurre cuando uno se duerme en el campo de batalla, Harriet?
Le sostengo la mirada, pero por dentro deseo rodar los ojos porque yo lo sé. Fui soldado por un año y sé cuáles son las consecuencias de dormirse en batalla.
—Pero aquí no estamos en batalla —enarco la ceja—. Según tus actos de esta mañana, no.
—Error. —se inclina más y mi cuerpo entero se estremece por dentro—. Si lo estamos hasta que nos toleremos.
—¿Aho