—Eres una chiquilla insolente —dice y el desprecio en su voz es cortante—. Me hablas de dignidad y yo me pregunto cuál —se inclina un poco más—. Aquí no existe la moral, las decisiones, las buenas o malas acciones, Harriet. Tampoco villanos o héroes. Aquí existen decisiones y tú aceptaste una cuando firmaste ese contrato, así que no me vengas con que quieres dignidad, cuando tú misma aceptaste por beneficios este matrimonio concertado.
La palabra contrato cuelga en el aire y me atraviesa el pecho como una daga filosa. Sí, yo firmé ese contrato que no tiene nada que ver con el acta de matrimonio. Fui a la mesa del abogado, llevé mi apellido a un trato porque era mi deber aceptarlo, pero su maldito criterio lo redujo a números y ventajas, reduciéndome a mí a mercancía. O al menos así lo estoy entendiendo.
Y es lo que me da ganas de reírme, de soltar una carcajada por lo absurdo, por lo cruel y por lo injusto de todo esto. Porque tiene razón, al final, más gano yo casándome con él que él