Caterine entró a la oficina del juzgado y una ráfaga de sonidos familiares la envolvió al instante. El eco de pasos apresurados, el murmullo constante de voces cruzadas y el golpeteo de teclas desde los escritorios le dieron la bienvenida. No había estado allí en casi tres semanas, pero nada parecía haber cambiado.
En medio de aquel ambiente tan familiar, una punzada de añoranza le recorrió el pecho. Había comenzado su licencia por maternidad casi un mes atrás y extrañaba su trabajo, aunque no podía negar que también le gustaba estar en casa, disfrutando los últimos momentos de su embarazo.
Cuando Corleone le había sugerido que se tomara la licencia, casi había discutido con él. Le gustaba estar allí, sentirse útil. Sin embargo, había sido evidente para ella que no podía continuar y no iba a arriesgarse a que algo le sucediera a su bebé. Sus pies la mataban si permanecía mucho tiempo de pie, necesitaba mantenerse hidratada y su columna protestaba con cada movimiento.
—¡Mírate, estás