Sus ojos oscuros, que ardían como el fuego, me miraban fijamente mientras decía con una sonrisa y la voz ronca:
—Si te sigues moviendo, no me importa si lo hacemos aquí mismo en las escaleras…
—¡Cállate!
Rápido, le tapé la boca.
Este hombre era capaz de decir cualquier cosa. A él no le daba vergüenza, pero a mí todavía me daba un poco de pena.
Mateo me sonrió, y su mirada llena de ternura brillaba como las estrellas.
Cuando por fin me dejó caer en la cama, ya me había besado tanto que me dejó completamente aturdida.
En medio de su ternura posesiva, me susurró, riéndose:
—Tú… no aguantas ni una broma.
Yo ya no podía ni hablar, perdida en su amor que me envolvía por completo.
No sé cuánto tiempo duró.
Después me quedé dormida, aunque sentí, medio dormida, que cuando terminó, todavía me llevó al baño a darme una ducha.
Cuando volvimos a la cama, caí rendida.
Mateo tenía un deseo enorme.
Durante tres días enteros, prácticamente no salí de la cama.
Le pedí que se controlara un poco, que no