Mateo, de la nada, me interrumpió, como si estuviera vaciando todo el rencor acumulado en su corazón.
Yo lo miraba, atónita.
¿Estaba tan enojado conmigo?
Nunca lo había visto así, diciendo tanto de una sola vez.
El pecho de Mateo subía y bajaba con fuerza, sus ojos negros me miraban con rabia que tuvo que contener.
Pero justo ese enojo no me asustaba.
Lo que me había llenado de pánico antes era su calma seria, esa expresión de “ya no me importa nada”, esa desesperanza que me dejaba sin aire.
Ese sí era un Mateo que yo no conocía.
El que tenía delante, enojado, era el Mateo que me resultaba familiar.
Le puse la mano en el pecho, tratando de calmar su respiración:
—Ya está, no te enojes, no lo haré más. La próxima vez te lo consultaré antes de hacer nada, ¿sí?
Él no contestó, seguía mirándome fijo.
Sabiendo lo difícil que era contentarlo, me aferré a su cuello y le froté la cara en el cuello, mimándolo como una niña.
—Anda, ya no te enojes conmigo. Y eso que dijiste me dolió, ¿eh? Que si