En aquel entonces, aunque Mateo obedecía y se apartaba, ahora que lo recuerdo, en sus ojos oscuros siempre había un rastro de irritación y terquedad.
Al final no aguanté que me mirara así y lo dejé sentarse a la mesa, aunque tanto mi hermano como yo no le permitimos tocar la comida. Se conformó con comer arroz blanco durante muchos días.
Pensándolo ahora, Mateo era tan fácil de intimidar que hasta me da remordimiento.
Recuerdo otra ocasión: papá y mamá habían salido a un compromiso y Carlos también se había ido a beber con sus amigos.
¿Y Mateo? Solo Dios sabía dónde andaba metido.
Esa noche yo estaba sola en el sofá doblada de dolor por los cólicos.
Llamé a mi hermano, pero no contestó.
Llamé a mamá y me dijo que no podía volver por el momento que tomara un poco de agua caliente.
Corté la llamada y me acurruqué, llorando.
De la nada Mateo apareció.
Se paró frente al sofá, mirándome sin emoción.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
Como ya de por sí lo detestaba y en ese momento estaba sufriendo l