Alcé la mirada y vi a Mateo recargado en la puerta del baño, mirándome con seriedad.
Esa ropa limpia era mía, él ni siquiera la había tirado. No pensé mucho y me la puse rápido.
Habíamos forcejeado hace un momento y mis piernas estaban un poco débiles, así que tuve que apoyarme en el lavabo para ponerme el pantalón. Cuando terminé de vestirme no lo miré, bajé la vista y salí deprisa.
Al pasar frente a él, de pronto me jaló.
Él me sonrió, molesto:
—¿Qué pasa, estás enojada con tu hermano y por eso no dejas que los niños se le acerquen?
La acusación de mi hermano siempre había sido una espina en mi corazón. Si hubiera sido otro el que me difamara, me daría igual, pero precisamente fue mi propio hermano, el que me cuidó más de veinte años. Ese dolor, ¿quién podría entenderlo?
La desgracia de hace cuatro años volvió a mi mente.
Mateo me miraba con rencor, sus ojos cada vez más llenos de odio. Me apretó con fuerza, como si quisiera romperme la muñeca.
Un dolor intenso me subió al pecho