Estaba a contraluz, parecía una sombra negra.
Me alejé un poco, incómoda.
—¿No te habías ido?
Mateo bajó la vista hacia mis manos.
Antes, eran delgadas, suaves, perfectas para el piano. Ahora estaban cubiertas de tierra, con heridas, ampollas y uñas quebradas.
Se quedó mirándome en silencio, sin decir una sola palabra. Su expresión no decía nada, pero con lo que me había hecho pasar, seguramente pensaba: “Mírate ahora, así terminaste.”
Me acomodé contra el ladrillo, agotada, y le sonreí sarcásticamente:
—¿Te da gusto verme así, Mateo?
Él se rio un poco, medio burlándose y medio despreciándome.
—¿Crees que me da gusto verte con las manos rotas por trabajar un ratico? ¿Eso crees?
—Pues... si no te da gusto, ¿por qué me mandaste a hacerlo?
A veces me desesperaba no entenderlo. Lo que decía, lo que hacía... todo en él era una contradicción.
De pronto, se agachó frente a mí.
Tenía esa sonrisa extraña en la cara, como si estuviera jugando un juego en el que nadie más puede ganar.
Me eché un