Javier siguió:
—¿Acaso... de verdad quieres que Embi se muera...?
—¡Cállate! —le grité.
La palabra tiene poder, y nadie tenía derecho a siquiera pronunciar eso.
Yo había vivido demasiadas cosas horribles; cada vez que esa palabra, “morir”, se usaba para alguien cercano, sentía como si una aguja se me clavara sin piedad en el corazón.
Javier dio un par de pasos hacia mí y me miró fijamente mientras me decía con su voz grave:
—Si no quieres que Embi se muera, entonces ten a este hijo.
—Cállate. Tú no decides si Embi vive o muere, y eso tampoco depende de este niño. Digas lo que digas, voy a abortar. Prefiero morirme yo antes que volver a tener algo que ver contigo.
Javier cerró el puño de repente. En ese momento, seguro toda su alma estaba llena de odio hacia mí; en sus ojos enrojecidos se le notaba un rencor muy fuerte.
—¿Así que ni siquiera te importa la vida de Embi con tal de abortar a este niño... nada más porque... nada más porque es mi hijo?
—¡Sí! —le contesté sin pensarlo—. No