Un segundo después, perdí el color y retrocedí dos pasos, tambaleándome. Ahí, no muy lejos, estaba Mateo. Me miraba en silencio. Su mirada pasó de la confusión del principio a una negrura profunda, hasta que al final se detuvo en mi panza. Habló despacio; hablaba tan calmado que no dejaba ver ninguna emoción.
—¿Estás... embarazada?
Me temblaron los labios, pero no fui capaz de decir ni una sola palabra. En ese momento, el miedo y la desesperación me cayeron encima como una avalancha. Me apretaron el pecho hasta casi ahogarme. Al ver que no le contestaba, Mateo dio un par de pasos hacia mí. Me miró con atención; en sus ojos todavía tenía la misma ternura, el mismo amor profundo con el que me había mirado cuando nos despedimos ayer. Me habló bajito:
—Dilo. ¿Estás embarazada?
Me mordí el labio con fuerza mientras las lágrimas se me salían sin control. Si ese hijo fuera de él, se lo hubiera dicho llena de alegría. Le hubiera dicho que íbamos a tener otro bebé, que Embi tenía esperanza. Per