Sentí un dolor y una culpa muy fuertes en el pecho, tanto que hasta me costaba respirar. Mateo se me quedó mirando fijo cuando vio que no decía nada por un buen rato; buscó mi mano, la sostuvo y me preguntó:
—¿Qué pasa?
—Nada, solo tengo un poquito de frío —le respondí en voz baja.
Mateo me apretó la palma de la mano suavemente y me dijo que las tenía muy frías. Después de eso se quitó la chamarra, me la puso en los hombros y me abrazó contra su pecho.
—¿Tienes hambre? —me preguntó en voz baja.
—No tengo —dije de inmediato, por puro instinto, y él se rio un poco.
—Yo sí. Vamos, te llevo a comer algo.
Escuché la voz de Mateo, grave y cariñosa, como si hoy no hubiera desaparecido yo. Pero antes las cosas no eran así; antes, si yo me perdía sin motivo y no le contestaba el celular, él se ponía furioso y hasta me castigaba de forma dominante.
Sin embargo, en ese momento se portaba conmigo todavía más atento que de costumbre. No tenía que ser así; Mateo no tenía por qué portarse tan cuidad