Algunos de los copos de nieve acabaron volando hasta donde estábamos Mateo y yo.
Él, tan alto como era, se puso delante de mí para protegerme.
A mí no me alcanzaron, pero su espalda terminó llena de bolas de nieve.
Le quedaron los hombros cubiertos de blanco.
Le quité los pedacitos pegados y lo miré, sonriendo.
—¿Qué pasa? ¿Te enojaste?
Al principio, él no dijo nada; solo tomó mi mano y entrelazó nuestros dedos.
—Eres mía.
—¿Ah? —me quedé mirándolo, desconcertada.
¿Qué le pasaba ahora?
¿Por qué decía eso tan de repente?
—¿Qué pasó? —pregunté, inclinándome un poco hacia él.
Él me sostuvo la mirada, serio, y murmuró:
—De ahora en adelante, mírame más a mí. No quiero que te quedes viendo a otro hombre.
No pude evitar reírme.
Ya lo sabía; era por Javier.
Se le notaba en esa mirada celosa.
Me acerqué un poco más y sonreí.
—Entendido. Si mi esposo es tan guapo, no necesito mirar a nadie más. Te voy a mirar solo a ti... todo el tiempo.
Mateo me apretó fuerte la mano y por fin sonrió.
Entonces