Mi expresión de confusión fingida pareció divertir a Mateo, porque se rio un poco.
El sonido le vibró en el pecho y me llegó a la espalda a través de la tela delgada de mi bata.
Con un tirón pequeño de los dedos, aflojó el lazo de la prenda.
Su mano cálida subió despacio por mi cintura.
—¿Jugando a hacerte la tonta? —susurró lentamente con su voz grave, que era tan peligrosa, pero tan difícil de resistir a la vez.
Cuando su aliento caliente me rozó el oído, todo mi cuerpo se estremeció.
De repente me volteó y me acomodó debajo de él.
Su mirada llena de deseo solo encendió más el calor dentro de mí.
Avergonzada, miré a otro lado y murmuré:
—El que se hace el tonto eres tú... Yo... yo no sé a qué te refieres con eso de lo que "no terminamos".
—¿Ah, no te acuerdas? —dijo, en voz baja, con un tono que erizaba la piel.
Su nariz rozó mi oreja, mientras las sombras de sus pestañas largas se proyectaban en mi cuello.
Con el pulgar acarició mis labios encendidos.
—Si se te olvidó, amor mío... —