Cuando llegamos a la puerta de la habitación, Alan se detuvo en seco.
Le quedó la mano en el aire, sin atreverse a tocar la manija, como si temiera ver algo que lo destrozara.
Lo vi de perfil, tenso, y le dije en voz baja:
—Tenemos que confiar en Valerie, ¿no?
Los labios le temblaron un poco antes de apretarse. Respiró hondo y, al final, apretó la manija.
La puerta no estaba con llave.
Parecía que alguien la dejó así, como esperando que la abrieran.
Alan giró la manija despacio y la puerta cedió sin resistencia.
El ambiente se volvió pesado.
Nos quedamos paralizados.
Sobre la alfombra oscura había ropa tirada.
Camisas de hombre, una corbata, un saco… y también prendas de mujer: un vestido, ropa interior.
Y ese vestido… era justo el que Valerie llevaba esa noche, el de tonos Monet.
Alan tenía los ojos rojos de rabia.
Apretó los puños con tanta fuerza que le temblaron los brazos.
Quise decir algo, buscar una explicación, pero él habló antes:
—No digas nada.
Su voz sonó tan seca y cortant