La puerta del estudio estaba entreabierta. Cuando la empujé, lo vi de inmediato: estaba de espaldas, apoyado contra el escritorio.
Mateo estaba sin camisa, dejando al descubierto su espalda fuerte y definida. Tenía la cabeza baja, y no supe qué estaba haciendo.
Quedé intrigada y avancé despacio.
—Mateo... —lo llamé.
Mi voz pareció asustarlo. Rápido, se puso la camisa y volteó hacia mí.
—¿Ya despertaste? —dijo.
Asentí y di la vuelta al escritorio para quedar frente a él. Mientras abrochaba los botones, me sonrió.
—¿Por qué no duermes un poco más?
—Sin ti no puedo dormir —murmuré, sin apartar la vista de sus manos.
Se abrochaba los botones con demasiada prisa, como si temiera que descubriera algo. Además, esa camisa... era negra.
Recordaba bien que Mateo solo usaba negro cuando estaba de muy mal humor. Durante los tres primeros años de matrimonio, casi no se vestía de otro color.
Pero hoy estaba diferente: se le veía tranquilo, hasta sonriente.
Entonces, ¿por qué usar negro otra vez? No