Cuando pensé en la evasión y la actitud distante de Mateo estos días, mi pecho se llenó de amargura y dolor.
Rencor, tristeza y compasión se enredaban, desgarrando mi corazón.
Me apoyé en su hombro, me levanté y, sin pensarlo, le besé los labios. Su mirada se volvió más intensa. Me agarró de la cintura y, en un instante, empezó a mover la lengua.
La ropa empezó a resbalar, piel contra piel, ardiente como fuego. La respiración de Mateo se hizo más pesada. Me sujetó y me estampó contra el respaldo del sofá, preparándose para el siguiente paso.
Me aparté con prisa de su boca y, con voz temblorosa, dije:
—Espera... espera...
Mateo se detuvo. Sus ojos profundos me miraban con contención, haciendo un esfuerzo por controlarse. Con voz ronca y llena de tristeza, murmuró:
—Si no quieres...
No lo dejé terminar. Lo empujé hasta hacerlo caer sobre el sofá. Se quedó atónito un par de segundos. Luego se molestó un poco, con ese aire perfecto que tiene. Me miró con seriedad:
—Aurora, ¿qué estás haci