David cayó al suelo entre convulsiones leves provocadas por el adormecimiento de sus extremidades. La furia se reflejaba en sus ojos, brillantes por la mezcla de rabia y desconcierto. Intentó incorporarse, pero su cuerpo se negaba a responderle. Aun así, su lengua seguía tan afilada como siempre.
—¡Maldita! ¡Estúpida! ¿Qué demonios me diste? —rugió, con la voz rota por la impotencia.
Alía lo observaba desde arriba, con los brazos cruzados y una expresión serena que contrastaba por completo con el caos del momento. Era la serenidad de quien, por fin, recupera el control de su destino.
—¿Qué pasó, David? —preguntó con una calma casi burlona—. ¿Se te acabó el teatro de esposo perfecto? ¿De verdad pensabas que ibas a engañarme para siempre? Eres menos inteligente de lo que aparentabas.
La voz de Alía no temblaba. No había miedo. Solo una firmeza fría y calculada.
Al principio, cuando había llegado a esa cabaña, la desesperación la había hecho contemplar la idea de incendiarla y escapar ent