Mundo de ficçãoIniciar sessãoAún no podía creer mi suerte.
Cerré los ojos con fuerza, intentando asimilar el caos en el que me había metido. Todo esto era su culpa. O tal vez… también la mía.El murmullo de los invitados seguía resonando en la terraza mientras el eco de mis propios pensamientos me ensordecía. Aún podía sentir el peso del anillo en mi dedo, el tacto de su mano al sostener la mía cuando dijimos sí, acepto.
“¿Qué acabo de hacer?”, pensé.
—Lo siento, Alía —dijo Samuel detrás de mí, su voz grave, serena—. Sé que no querías esto. Y si hubieras dicho que no… nada iba a cambiar.
Me giré lentamente. Estaba tan cerca que pude oler su perfume —un aroma suave, amaderado, cálido—. Tenía los ojos bajos, con una mezcla de ternura y tristeza.
Por un instante quise gritarle, decirle que sí, que lo odiaba por ser tan correcto, tan perfecto, tan imposible de rechazar.Pero no pude.
Porque en el fondo, sabía que él no tenía la culpa. Él estaba tan ilusionado, tan enamorado, que hasta dolía.Yo… aún no.
Por ahora, solo podía verlo como un amigo. Uno guapo, sí. Rico, carismático, educado, respetuoso… pero todavía un amigo.—Lo entiendo —dije al fin, tomando aire—. Lo hecho, hecho está. Solo espero que, si vamos a intentar que esto funcione, me des mi tiempo. Mi espacio.
Samuel asintió lentamente.
—Lo haré, pequeña. Sabes que nunca haría nada para lastimarte.Esa mirada suya, intensa y a la vez suave, me desarmó. Tenía los labios torcidos en una mueca nerviosa, los dedos apretados en su copa de vino.
Por un momento, fue como si el mundo se detuviera.Estábamos solos en el balcón de la casa. Desde allí se veía todo el jardín iluminado, las luces doradas reflejándose en los cristales y los invitados conversando alegremente abajo.
Podía escuchar la risa aguda de mi amiga Sofía, que casi gritaba de emoción al ver a su actor favorito entre los invitados. Pobre Sofía… siempre tan efusiva.Samuel tomó mi mano con una delicadeza casi reverencial.
Sus dedos eran cálidos, firmes, y sentí un leve cosquilleo subir por mi brazo. Lo miré fijamente, sin saber si huir o acercarme más. Todo parecía irreal. ¿Cómo podía ese hombre —ese hombre tan guapo, tan imponente— mirarme como si yo fuera todo su universo?—Todo va a estar bien, Alía —dijo al fin—. Te daré tu espacio, eso lo sabes. Pero… ahora mismo, me estoy muriendo por besarte.
Mi corazón se detuvo.
Él bajó la mirada lentamente, de mis ojos a mis labios.
Sus labios… carnosos, rojos, tentadores. Sentí cómo me ardían las mejillas. Sin pensarlo, mis manos se movieron por instinto, subiendo hasta su nuca. El contacto con su cabello fue eléctrico, suave como imaginé tantas veces. Quise inclinarme. Quise besarlo.Quise tanto hacerlo.
Pero el momento se rompió.
—Será mejor que entremos —dijo de pronto, con voz baja—. Está haciendo frío. Acompáñame un rato más y luego… me iré. Mañana vendré por ti.
Para que podamos ir a nuestro nuevo hogar.Y sin decir más, se dio media vuelta y se marchó hacia el salón.
Lo observé irse, con el corazón latiendo desbocado.
Sabía que él también estaba librando una lucha interna, intentando no cruzar una línea demasiado pronto. Y por primera vez, entendí algo: no solo él estaba luchando.Yo también.
“¿Será posible que… me guste este hombre?”, pensé, mordiéndome el labio.
La idea me asustó tanto como me emocionó.. . .
Las horas pasaron entre brindis, música suave y felicitaciones interminables.
Los flashes de las cámaras, las risas fingidas, los saludos de compromiso. Todo se sentía hueco. Mi madre, sin embargo, parecía radiante.—¿Entonces, todo bien? —me preguntó mientras me ofrecía otra copa.
—Mamá… —susurré, con la voz temblorosa—, ¿crees que todo va a estar bien? ¿Crees que algún día llegaré a ser feliz?
Ella me miró con ternura y tomó mis manos.
—Hija, el tiempo lo dirá. Pero escúchame, Samuel es la clase de hombre que nunca mirará a otra mujer. Se inclinó un poco más, bajando la voz—. Si vieras cómo te mira… te darías cuenta de que eres la luz de sus ojos.No respondí.
Solo seguí su mirada hasta donde estaba él.Samuel reía con Tomás, su socio, y una mujer morena de curvas peligrosas, que lo hacía reír con descaro.
Un nudo se me formó en el estómago. No era enojo, ni tristeza. Era… celos. Una oleada rápida, fugaz, que desapareció tan pronto como llegó. Pero me bastó para entender algo que no quería aceptar: me importaba.Él notó mi expresión enseguida.
Dejó de reír. Su mirada buscó la mía, seria, preocupada. Yo solo esbocé una sonrisa forzada, fingiendo tranquilidad. Él la devolvió, aunque no parecía convencido.Suspiré.
Quería conocerlo más. No al socio de mi padre, no al empresario perfecto. Quería conocer al hombre detrás de la máscara. Esa aura de misterio que lo rodeaba me atraía más de lo que estaba dispuesta a admitir.Iba por mi quinta —o sexta— copa de vino, cuando una mano firme la retiró con suavidad.
—El alcohol es malo, pequeña —susurró una voz conocida junto a mi oído—. Creo que ya bebiste suficiente. ¿Por qué no te despides y vas a descansar un poco? Te ves muy cansada, Ali.
Ali.
Así me llamó. Nadie me decía así desde…Un destello fugaz cruzó mi mente: una voz lejana, una risa, un nombre perdido entre los recuerdos. Pero tan rápido como vino, se fue.
Lo miré, sonreí sin pensarlo.
—Tienes razón, la verdad es que estoy agotada. Gracias, Samuel.
Él asintió, sorprendido por mi tono suave.
Y antes de que pudiera reaccionar, me incliné un poco, poniéndome de puntillas, y le dejé un beso rápido en la mejilla.Su expresión fue de total desconcierto.
Los ojos abiertos, los labios entreabiertos, como si acabara de recibir un golpe de realidad.Me reí.
No pude evitarlo. “Lindo”, pensé. Tan lindo que dolía.Di media vuelta y caminé hacia mi habitación, con el corazón desbocado y una sonrisa escondida en los labios.
Por primera vez desde que todo esto comenzó… no me sentía tan infeliz.






