Samuel estaba listo para salir de casa y recoger a Alia.
No había podido pegar los ojos en toda la noche… o al menos en lo que quedaba de ella. La emoción lo tenía despierto: se había casado con la mujer de sus sueños.
—¿Señor, ya va de salida? —preguntó el ama de llaves, siempre tan servicial. Sabía bien lo ilusionado que estaba Samuel.
—Sí, por favor. Que todo esté listo para cuando vuelva con Alia —respondió con una sonrisa suave.
—Claro, como usted ordene. Permiso, señor.
Con un leve asentimiento, Samuel se despidió. No podía negar que su corazón latía más rápido de lo normal. “Voy por ella”, pensó, mientras encendía su auto.
Al llegar a casa de los Klein, tocó el timbre y enseguida le abrió Mía, la madre de Alia.
—¡Samuel, hijo! Qué bueno verte —exclamó con esa calidez que lo hacía sentir parte de la familia.
La sonrisa de Mía hablaba por sí sola. No podía ocultar su alegría; sabía que su hija estaba en buenas manos. Y aunque Alia aún no lo comprendiera del todo, Samuel t