La boda del año

Estaba lloviendo en el exterior, una lluvia fina y persistente que golpeaba contra los ventanales con un murmullo constante, como si el cielo también estuviera llorando por ella.

Eva miraba su reflejo en el espejo. Llevaba un hermoso vestido blanco, bordado con delicadas perlas y encaje. Su cabello, recogido con precisión, dejaba ver un rostro que parecía sacado de un cuento de hadas… pero ni siquiera ella podía reconocerse. Aquella mujer frente a ella no era feliz. Era solo una sombra, una prisionera en seda.

Sus manos temblaban al ajustar el velo. Un nudo de angustia le apretaba la garganta y gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas pálidas, arruinando poco a poco el maquillaje que tanto se habían esforzado en perfeccionar.

La puerta se abrió sin previo aviso.

Su padrastro ingresó en la habitación, con su habitual porte autoritario. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, evaluándola como si fuera una mercancía lista para ser entregada. Al ver su rostro empapado en lágrimas, frunció el ceño con fastidio.

—Debes fingir felicidad al menos —ordenó, su voz fría y seca.

—Pides demasiado —escupió Eva con rabia contenida, intentando no quebrarse.

—La vida de tu madre depende de esto —replicó él, avanzando un paso más—. Calla y haz lo que debes. Sirve de algo, aunque sea una vez en tu vida.

Ella apretó los dientes.

—Eres un maldito desgraciado.

Sus palabras fueron un latigazo que encendió la furia en los ojos de él. Levantó la mano con intención de abofetearla, pero se detuvo al ver su rostro perfectamente maquillado. No por compasión, sino por cálculo: no quería que llegara al altar con una marca visible.

—No me hagas enojar, mocosa estúpida —gruñó, bajando lentamente la mano—. Te di todo, te crié, y ahora debes pagar ese favor.

Eva tragó saliva, sintiendo un asco profundo. No le debía nada. Su infancia había sido un infierno bajo su techo, pero él siempre se encargaba de recordarle que estaba en deuda.

Cuando las campanas comenzaron a sonar, marcando que el momento había llegado, sintió que sus piernas flaqueaban. El padrastro le colocó el velo, ocultando su rostro. Así, nadie podría ver las lágrimas que no dejaban de rodar por sus mejillas.

El pasillo de la capilla estaba decorado con flores blancas y velas encendidas, un escenario que parecía salido de un sueño… o de una pesadilla. Cada paso que daba sentía que se acercaba más a una condena.

Entre los invitados, Alex observaba todo con el ceño fruncido. Sus puños estaban apretados, su respiración agitada. Él sabía que Eva no quería estar allí, pero no podía hacer nada. Su mirada buscó la de ella, intentando transmitirle apoyo, aunque fuera en silencio.

En el exterior de la capilla, la lluvia había empapado por completo a Kevin. No le importaba mojarse, no le importaba el frío. Solo podía pensar en que la mujer que amaba estaba a punto de convertirse en la esposa de otro. Sus manos se cerraron en puños, y sintió que algo se rompía dentro de él.

La vio caminar hacia el altar con delicadeza. Cada paso de ella era como un puñal en su pecho. Recordó sus risas, las tardes en que caminaban juntos, las promesas que se habían hecho. Todo eso, ahora, se desmoronaba frente a sus ojos.

Su corazón se estrujó de dolor. Y ese amor inmenso que sentía por ella, que hasta ese momento lo había mantenido vivo, comenzó a transformarse. Lentamente, se tiñó de rencor, de impotencia… de odio.

El sacerdote carraspeó, dando inicio a la ceremonia. Eva apenas escuchaba sus palabras. Solo oía el golpeteo de la lluvia contra los cristales y el eco de su propio corazón, que parecía gritarle que escapara.

Kevin dio un paso atrás, incapaz de seguir mirando. No podía soportar ser testigo de cómo el amor de su vida le era arrebatado. Una parte de él quería irrumpir en la ceremonia, tomarla de la mano y llevársela lejos. Pero la otra, la parte herida, pensaba que si ella lo dejaba ir así… entonces él no significaba nada para ella.

El padrastro, desde el primer banco, mantenía la vista fija en Eva, como un depredador vigilando a su presa. Su expresión era de satisfacción; había logrado cerrar el trato que tanto le convenía.

Eva sintió un escalofrío recorrerle la espalda

Cuando el sacerdote pronunció las palabras que darían inicio a los votos, la sala pareció cerrarse sobre ella. Y mientras el hombre que la esperaba en el altar extendía su mano para tomar la suya, Eva sintió que estaba entregando algo más que su vida… estaba entregando su libertad.

Fuera, la lluvia no se detenía. Kevin, de pie bajo la tormenta, juró para sí mismo que ese sería el último día en que permitiría que ella lo hiriera. Si no podía tenerla, enterraría su amor y lo reemplazaría con algo mucho más fuerte: el deseo de no volver a sentir jamás esa impotencia.

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Cinco años después

Cinco años desde que Eva traicionó al hombre que amaba, firmó un contrato con el diablo y se convirtió en la esposa perfecta a los ojos del mundo.

Por fuera, lo tenía todo: dinero, joyas, una mansión envidiable, lujos por doquier. Pero por dentro… no era más que una mujer rota, atrapada en una jaula dorada con barrotes de promesas rotas y mentiras que pesaban más que el oro.

Aquella mañana despertó como siempre, sola. La cama junto a ella seguía vacía. Las sábanas frías. El perfume barato y empalagoso de otra mujer aún flotaba en la habitación. Lo había sentido al cerrar los ojos, y seguía ahí al abrirlos. Era un olor que ya no le causaba rabia. Solo hastío.

Ren Luo había llegado de madrugada, ebrio, tambaleándose por los pasillos. El labial rojo en su camisa y las marcas de uñas en su cuello ya ni la sorprendían. Se acostumbró a las mentiras, a los portazos, a los insultos velados y a las sonrisas hipócritas en los eventos sociales.

Lo aceptó. Porque era el camino que había elegido.

O más bien… el que le impusieron.

El único camino que la mantuvo de pie cuando todo parecía derrumbarse. El que la obligó a ocultar la verdad sobre su hijo. El que le robó su alma a cambio de una promesa vacía.

Se levantó en silencio, fue hasta la habitación de su hijo y lo observó dormir un momento. Era lo único que la mantenía viva. Su motor. Su pedacito de amor verdadero. Lo besó suavemente en la frente, y se marchó para comenzar otro día más en su infierno personal.

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Eva llegó a la empresa a las ocho en punto, como siempre. Su traje gris claro estaba perfectamente planchado, el maquillaje sutil, y su expresión serena, aunque sus ojos hablaran de cansancio. Entró directo al elevador, saludó a los empleados de siempre y tomó su lugar en el piso ejecutivo.

Ren ya estaba allí.

Sentado en su oficina, con la chaqueta colgada en el respaldo y la nueva secretaria —una rubia joven y de curvas exageradas— parada junto a él, doblándose con una sonrisa que decía todo menos “profesional”.

Eva cruzó el pasillo. Al verla, Ren ni siquiera se inmutó. Sonrió con esa arrogancia que tanto la asqueaba y, sin disimulo alguno, le dio una mirada de arriba abajo.

—Tráeme un café. Negro. Sin azúcar —ordenó, sin levantar la vista del escote de su secretaria.

—Sí, señor Luo —respondió Eva con tono seco, como si fuera otra empleada más.

Porque eso era ahora.

Su esposa solo de nombre. Su sombra. Su figura decorativa.

Se dirigió a la cocina ejecutiva sin mirar atrás. Sentía las miradas, los susurros, el juicio disfrazado de cortesía.

Mientras se preparaba para regresar con la taza caliente, una presencia se cruzó en su camino.

—Vaya, vaya… miren a la gran señora Luo —dijo una voz cargada de veneno dulce.

Eva levantó la mirada y se encontró con la mujer que menos deseaba ver.

Leandra.

La amante oficial de su esposo. La favorita del momento. La misma que solía asistir a las reuniones como "representante externa", cuando en realidad era la encargada de calentar la cama de Ren cada vez que Eva no estaba. Y a veces incluso cuando sí.

La mujer la escaneó de pies a cabeza con burla. Llevaba un vestido ceñido, tacones rojos y el mismo tono de labial que Eva había visto en la camisa de su esposo la noche anterior.

—¿Vas tú misma por el café? Qué humildad, querida. —Sonrió con malicia—. No sabía que los millonarios también sabían servir.

Eva apretó la mandíbula. No dijo nada. Ni una palabra. Le sostuvo la mirada con dignidad, aunque por dentro quería romper la taza contra la pared.

—Por cierto —continuó Leandra, dando un paso más cerca—. Ese perfume… ¿no es el mismo que Ren me regaló en París?

Eva no se inmutó. No le daría el placer de verla quebrarse.

—Disculpa —dijo en voz baja—. Tengo trabajo.

Y se marchó con la taza en la mano y el corazón hecho cenizas.

Cada paso de regreso a la oficina era un recordatorio de su vida rota. Su prisión.

Pero no lloró.

Ya no.

Las lágrimas las había derramado todas años atrás.

Ahora solo le quedaba resistir. Hasta que la vida, el destino… o algo más fuerte que ella, decidiera devolverle lo que le arrebataron.

Porque, aunque todos pensaban que Eva Yang estaba vencida… todavía quedaba fuego en sus cenizas.

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