Cuando Raina despertó, el coche ya estaba detenido y la oscuridad había caído por completo.
Iván no estaba en el auto. Sobre ella, encontró su saco; todavía conservaba ese aroma fresco a pino, un olor limpio y masculino que parecía ser su sello personal. Olía bien, increíblemente bien.
Raina echó un vistazo por la ventana. No estaban en la ciudad, de eso no había duda. Apenas se divisaban unas cuantas luces, lejanas y dispersas, como brasas agonizantes en la distancia.
Estar en un lugar desconocido siempre le ponía los pelos de punta. Frunció el ceño, se quitó el saco con un movimiento brusco y abrió la puerta.
El aire gélido la recibió de golpe, calándole hasta los huesos. No intentó hacerse la valiente. Se puso el saco de Iván de nuevo, buscando refugio en ese calor ajeno.
Solo entonces se dio cuenta de dónde estaban: en la cima de una montaña.
Iván estaba de pie, no muy lejos. Desde donde ella lo veía, parecía estar al borde del precipicio.
Raina caminó hacia él. El viento azotaba