Capítulo 8

El sonido de más estruendos se acerca rápidamente, y un grupo de soldados entra en la sala, su presencia envuelta en una atmósfera de alerta.

—El castillo está bajo ataque —grita uno de los caballeros.

—¡Evacuen rápido! ¡Nos atacan los cazadores! —se escucha otra voz entre los gritos desesperados.

Pero ya es demasiado tarde. De pronto, un grupo de cazadores irrumpe en el salón con paso firme y calculado, sus botas golpeando el suelo de mármol, cada sonido como un presagio oscuro que resuena en el aire pesado. Se colocan en formación, cerrando la única salida, bloqueando cualquier intento de escape con una precisión escalofriante. Visten trajes de cuero oscuro, gastados y endurecidos por innumerables batallas, pero reforzados para el combate, cada una de sus prendas impregnada de una determinación fría e inquebrantable.

Las armas que portan —ballestas listas para disparar y cuchillos de hoja afilada— están manchadas de un carmesí seco, como si fueran trofeos de encuentros anteriores. Sus manos se mueven con calma sobre estos instrumentos de muerte, y aunque mantienen una postura en apariencia relajada, sus ojos son como brasas, fijos y despiadados, evaluando cada rincón del salón y a cada persona dentro de él. Cada cazador lleva en el pecho un emblema que brilla a la luz de los candelabros: una calavera con dos espadas cruzadas en plata, un símbolo que, de inmediato, hace que mi piel se erice y un escalofrío me recorra la espalda.

Corro hacia mis padres; mi madre me envuelve en sus brazos, su rostro lleno de miedo y angustia. Mi padre se adelanta, situándose entre nosotros y el peligro, con los músculos tensos y la mandíbula apretada como si estuviera a punto de enfrentarse a una bestia.

Los cazadores avanzan, uno de ellos fijando su mirada en nosotros. Los guardias intentan transformarse, pero en cuestión de segundos, son abatidos uno tras otro con flechas de plata lanzadas con una precisión mortal. Las flechas atraviesan sus cráneos y caen al suelo sin vida, sus cuerpos aún en movimiento antes de ceder finalmente al letal veneno de la plata. Los gritos de horror de los invitados inundan el salón, y el cazador que ha estado observando nuestra dirección sonríe con una satisfacción perturbadora, disfrutando el caos que su presencia ha desatado.

Mi padre se tensa aún más; su mandíbula parece hecha de granito, y siento la rabia contenida que bulle en su interior, una furia que apenas puede controlar. El cazador se aproxima con una calma desconcertante, como si cada paso suyo fuera un mensaje, una provocación directa a nuestra familia.

—Es un privilegio conocer al rey en persona —dice el cazador, con voz burlona.

—No diría lo mismo —gruñe mi padre, con un odio que hace temblar sus palabras.

El cazador saca una daga de plata de su bota y comienza a jugar con ella, girándola entre sus dedos como si fuera un simple juguete.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunta mi padre, su tono aún más severo, como el rugido de una tormenta contenida.

—¿Acaso no lo ves? —responde el cazador, su voz impregnada de desprecio—. Quiero exterminar a tu especie, empezando contigo y con tu querido hijo.

Cada palabra que pronuncia es como un golpe, un veneno que se desliza en el aire, envenenando la atmósfera. Los ojos de mi padre centellean con una ira contenida, y el cazador sonríe con malicia, saboreando su poder momentáneo.

—Sin rey, no hay reino —añade el cazador, su tono sarcástico—. Es simple, ¿no crees? No es algo personal, solo quiero liberar al mundo de la amenaza que representas.

Mi padre responde con una risa amarga, un sonido que hiela la sangre y hace que el cazador se detenga un momento, intrigado, como si esperara el próximo movimiento de mi padre. La tensión en el aire es

Estación Cuatro. Distrito Doce. Año 1603

Jayden Hendrix

palpable, una cuerda a punto de romperse.

Lo que pensé que iba a ser una noche encantadora, una velada en la que haría mi primera aparición oficial como heredero al trono, ha sido destrozada en cuestión de minutos. La celebración, los sueños de un futuro prometedor, todo se ha convertido en una oscura pesadilla. Los cazadores han irrumpido en el castillo, no solo para atacarnos, sino para destruir todo lo que hemos construido. Están aquí, acechando desde las sombras, su presencia como un veneno en la pureza de nuestra fortaleza.

Un pensamiento me atraviesa, recordando las palabras de Francis, el consejero que siempre me enseñó que un rey nunca debe dudar en atacar primero. La lección ha llegado demasiado tarde, y ahora estoy atrapado en una encrucijada de terror y desesperación. Me doy cuenta de que en medio del caos, Francis está ausente. ¿Dónde estará? ¿Habrá logrado escapar o estará luchando en otra parte del castillo?

Mientras las preguntas llenan mi mente, mi padre toma una postura defensiva, su figura imponente y decidida, preparado para defendernos con cada fibra de su ser.

Sabiendo que esta noche el caos se desatará sin duda, una noche que pasará a la historia como la peor de mi vida, siento un peso que me aplasta el pecho, una mezcla de impotencia y furia. Todo lo que había imaginado para esta velada se ha desmoronado en segundos, reemplazado por una pesadilla viviente que nunca podré olvidar.

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