Capítulo 6

Estación Cuatro. Distrito Doce. Año 1603

Jayden Hendrix. 

Es un día perfecto. La luz suave de la mañana se filtra a través de los ventanales del castillo, inundando los pasillos con una calidez reconfortante. Camino despreocupado, sintiendo el aire fresco de invierno que se cuela por las ventanas. Los aromas de la nieve recién caída y el sonido distante del viento me envuelven, dándome una sensación de paz y libertad.

Avanzó hacia el comedor, mis pasos resuenan con eco en las paredes, y al llegar al pasillo de retratos, me detengo ante el cuadro de mi madre. Su melena rojiza y sus ojos verdes parecen cobrar vida bajo la luz, irradiando esa calidez que siempre la caracteriza . A su lado, mi padre la sostiene en un abrazo protector, su cabello oscuro y sus ojos azules contrastando perfectamente con ella. Aunque heredé el cabello rojo de mi madre, sé que mis facciones reflejan los de mi padre; sin embargo, siempre consideré el color de mi cabello como una conexión especial con ella, una pequeña marca de identidad que me hacía sentir único.

Cuando finalmente entré al comedor, el aroma de un jugoso trozo de carne invadió mis sentidos. No pude evitar apresurar el paso. Al entrar, vi a mi madre disfrutando de un tazón de frutas y a mi padre devorando sus roles de canela favoritos.

—Buenos días, madre. Padre —los saludé, tomando asiento rápidamente y fijando mi mirada en el plato frente a mí.

—Alto ahí, mi principito —dijo mi madre con una sonrisa traviesa—. ¿Dónde está mi beso de buenos días?

Suspirando con resignación, me acerqué a ella y le planté un beso en la mejilla. Ella me sonrió con esa mirada que solo una madre puede dar, y regresé a mi lugar, ansioso por probar la carne que me esperaba. Empecé a comer con avidez, escuchando las risas de mis padres y sintiendo la calidez de su compañía.

—Come más despacio, Jayden —me advirtió mi padre, sus ojos brillando con diversión.

—Nuestro hijo tiene una obsesión con la carne —bromeó mi madre, mirando a mi padre con complicidad.

Me ofendí ligeramente, pero no pude evitar sonreír. Ese momento era solo uno de muchos en nuestra vida cotidiana, pero la felicidad que sentía entonces, la seguridad de su presencia, es algo que me sigue acompañando hasta el día de hoy.

Cuando terminé de comer, me levanté, dispuesto a salir al entrenamiento diario. Sin embargo, mi padre levantó la mano, indicándome que me quedara un momento más. La seriedad en su expresión llamó mi atención de inmediato.

—Hijo —empezó a decir con voz firme—, tu madre y yo creemos que ha llegado el momento de que des tu primer discurso a la manada. Ya tienes quince años.

Mi pecho se llenó de orgullo y nerviosismo al escuchar esas palabras. Mi padre me observaba con una mirada cálida y expectante, y a su lado, mi madre asentía con una sonrisa de aliento.

—Hoy en el baile de invierno será el momento perfecto —añadió mi madre, su voz suave y amorosa—. Un brindis para recibir el nuevo año y, con él, una nueva etapa para ti.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Había esperado este momento desde que tenía memoria, pero ahora, al enfrentarme a la realidad de tomar esa responsabilidad, me daba cuenta de lo monumental que era. Mis padres estaban seguros de mí, y yo no quería defraudarlos. Asentí, esforzándome por mantener la compostura, aunque en mi interior la emoción latía con fuerza.

—No los decepcionaré —prometí, con la voz llena de determinación.

Me levanté de la mesa y me dirigí hacia la puerta, pero antes de irme, mis padres se acercaron y me rodearon en un abrazo, como si quisieran transmitirme su fuerza y su amor en un solo gesto. Los abracé de vuelta, permitiéndome un instante de vulnerabilidad entre ellos, sabiendo que este momento sería una de las últimas ocasiones en que podría sentirme solo su hijo, y no el futuro rey de nuestra especie.

Al salir del comedor, me dirigí al sótano del castillo, donde se encontraba la sala de entrenamiento. Las escaleras que llevaban a este lugar eran amplias y de piedra antigua, y cada paso que daba hacía eco en el pasillo. En el aire se sentía la tensión y la humedad del lugar, y el aroma metálico de las armas almacenadas allí se mezclaba con el del sudor y el esfuerzo. Al llegar, encontré a Francis, el Beta de mi padre, y a Alexander, mi mejor amigo, quien sería mi Beta algún día.

Ambos estaban en la colchoneta de entrenamiento, y Francis, con su porte imponente y su expresión siempre firme, me miró con ojos calculadores. Me acerqué, emocionado de contarle a Alexander sobre el discurso que tendría que dar esa noche, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, Francis me derribó de un golpe rápido y preciso, sin darme tiempo de reaccionar. El estruendo de mi cuerpo al impactar contra la colchoneta resonó en el salón, dejándome aturdido y confundido.

—¿Qué te pasa, Francis? —preguntó Alexander, mientras intentaba ayudarme a levantarme, pero antes de que pudiera ponerse de pie, Francis lo derribó de nuevo con la misma velocidad y destreza.

Me incorporé, enfurecido, dispuesto a confrontarlo, pero apenas logré ponerme de pie, cuando él volvió a derribarme con un movimiento aún más rápido. Sentía el calor de la frustración subir por mi pecho, mientras Alexander y yo lo mirábamos, desconcertados por lo que parecía ser un entrenamiento brutal y sin sentido.

Finalmente, Francis se acercó a nosotros y se agachó, mirándome directamente a los ojos, su rostro endurecido y su voz en un susurro grave.

—Un rey jamás espera a ser derribado —dijo, sus ojos oscuros fijos en los míos—. Un rey ataca primero, sin dar oportunidad a sus adversarios.

Esas palabras quedaron grabadas en mi mente. La intensidad de su mirada y la firmeza en su tono me dejaron sin aliento. Comprendí que aquel no era un simple entrenamiento; era una lección sobre liderazgo, sobre el poder que algún día tendría que ejercer sin titubeos.

Sin decir más, Francis se levantó y salió del salón de entrenamiento, dejándonos a ambos sumidos en un silencio perplejo. Miré a Alexander, quien parecía tan confundido como yo, pero al mismo tiempo noté en su expresión un leve destello de admiración. Nos ayudamos mutuamente a levantarnos y, mientras me sacudía el polvo de la colchoneta, le conté sobre el discurso que daría esa noche. Alexander se alegró por mí, dándome un golpe amistoso en el hombro y deseándome suerte. Sin embargo, también me informó que no podría estar presente, ya que iría con sus padres a visitar a sus abuelos en la manada Lobo Azul para celebrar el baile de invierno.

Nos despedimos con un abrazo, y, mientras él se marchaba, me dirigí a mi habitación para comenzar a prepararme. El camino de regreso a mis aposentos se sintió interminable; mi mente estaba llena de pensamientos sobre el discurso, sobre la lección de Francis y sobre el futuro que se desplegaba ante mí. Aquella noche tendría que mostrar a la manada que estaba preparado para ser el heredero, que tenía el coraje y la voluntad para liderar como mis padres.

Al llegar a mi habitación, encontré un grupo de sirvientes que pasaban por el pasillo. Me acerqué a uno de ellos, quien me hizo una reverencia y se acercó con rapidez, con la cabeza gacha, mostrando respeto.

—¿En qué puedo servirle, su alteza? —preguntó en un susurro, manteniendo los ojos bajos.

—Informa a mis padres que no podré almorzar con ellos —le respondí—. Tráeme algo de comida aquí, por favor. Necesito concentrarme en preparar el discurso.

El sirviente asintió rápidamente, haciendo una reverencia antes de retirarse. Entré a mi habitación y cerré la puerta, dejándome caer en una silla junto a la ventana. La vista al bosque nevado es serena y majestuosa, y, por un momento, me permití disfrutar de aquella calma antes de sumergirme en mis pensamientos.

La idea de hablar ante la manada, de mirarlos a los ojos y prometerles mi lealtad y protección, me llenaba de una mezcla de honor y temor. Se que tengo mucho que demostrar, que la confianza que mis padres han depositado en mí es tan sagrada.

Estoy segur de que no los defraudaré, tomo una hoja y comienzo a escribir las palabras que planeo decir esta noche. Mi pluma se desliza lentamente sobre el papel, trazando cada frase con cuidado, tratando de capturar la fuerza y la determinación que siento en este momento.

De vez en cuando, hago una pausa, levantando la vista para observar cómo los últimos rayos del sol se desvanecen en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos dorados y rojizos. Una sonrisa se forma en mis labios, llena de confianza y esperanza, mientras el crepúsculo se apodera del castillo. La luz se atenúa, dejando paso a la noche, y con ella, a la promesa de una nueva etapa que estoy listo para abrazar.

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